Ramiro Otero Lugones
La defenestración de Fernando Lugo del cargo de Presidente del Paraguay ha ocasionado reacciones adversas en algunos de sus similares latinoamericanos. El mecanismo jurídico de la defenestración aparece consignado en la Constitución de dicho país bajo la forma de juicio político, que es un procedimiento especial y extraordinario para el juzgamiento de los altos dignatarios del Estado por delitos que cometen durante el ejercicio de sus funciones, para separarlos de sus cargos, tal cual ha acontecido. Se trata de una jurisdicción especial y extraordinaria ejercida por las Cámaras legislativas. Su origen está en las prácticas parlamentarias inglesas, donde emerge con la denominación de “impechment”.
Con reacción adversa se ha calificado el hecho de golpe de Estado parlamentario. Tal estigmatización merece comentario, porque la defenestración del presidente Lugo no ha quebrantado el ordenamiento jurídico ni la vigencia de la Constitución Política, que más bien contempla, sanciona y reglamenta la medida. El que sus adversarios se hayan aprovechado de contar con la mayoría en ambas Cámaras es parte del juego político, y que el Presidente haya incurrido en causal prevista constitucionalmente para su defenestración sale de toda discusión, resultando difícil cualquier presión externa para revertir lo resuelto. Por ello, el único que podría reponer a Lugo en la presidencia es el pueblo reeligiéndolo con el voto, si es que hablamos de régimen democrático.
La calificación de golpe de Estado no se adecua a lo acontecido y es más bien parte de la retórica caribeña, peor aún, cuando se justifica con ello la aplicación de sanciones económicas, cuyos efectos -de castigo- caerán más sobre el pueblo paraguayo y no a sus gobernantes.
El golpe de Estado es una acción política que ocasiona el quebrantamiento del orden constituido, llegando al derrocamiento o renuncia del gobernante o al cierre del Parlamento, originando una forma de dictadura o autonombrándose emperador, como sucedió en el “dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, el “coup d´ eté”. El nuestro es uno de los países que registra el mayor número de golpes de Estado o madrugones en su historia, por ejemplo recordemos el derrocamiento de Enrique Peñaranda, a quien su ahijado, el mayor Taborga, le hizo vestir para ir a la celebración de un matrimonio, y terminó preso.
Ese golpe de Estado, que llevó a la presidencia a los exponentes de la Logia RADEPA y del MNR, fue consumado por los efectivos de la Policía de Tránsito. Y la revelación de golpes de Estado a la caída de Gualberto Villarroel se convirtió en una forma de financiamiento del MNR, que hacía denunciar la preparación de hipotéticos golpes de Estado. Un golpe de Estado que es una salida a la crisis política a espaldas del pueblo, para burlar sus demandas o reprimirlo, puede tener un desenlace imprevisto, como sucedió el 9 de abril de 1950, con el golpe de Estado negociado por Juan Lechín, que involucró a su paisano el Gral. Seleme, que fracasó, pero el quebrantamiento del aparato represivo, al haber comprometido a los carabineros, hizo que los trabajadores se insurreccionen, cerquen el Estado Mayor y los comunistas asalten el Arsenal y distribuyan las armas al pueblo. Entonces un golpe de Estado fallido puede dar origen a una insurrección popular triunfante.
Distinto es el caso de los golpes de Estado provocados por la doctrina de la “seguridad nacional”, que se han sucedido en toda América Latina en la década del 60 del siglo pasado, ante el fracaso del pseudo reformismo impulsado por la “Alianza para el Progreso”. Esos golpes de Estado han impuesto regímenes militares dictatoriales. Tales golpes de Estado se caracterizan porque el propio aparato represivo es el que quebranta el orden legal democrático.
Por eso, Bolivia ha pasado por todas las formas de golpes de Estado y sabe muy bien lo que representan. Otra cosa es que los gobernantes de turno por razones de conveniencia, desprestigio de sus oponentes o burla a las demandas populares, usen la consabida arma de que las demandas sociales son un manejo conspirativo de los opositores. La llamada “rosca minero feudal” usó y abusó de ese expediente para reprimir las demandas sociales. Lo propio hizo el MNR en su doble sexenio y no es novedad que ahora lo ensaye el Gobierno. Tales denuncias salen de la historia para ingresar en la mitología política y la demagogia.
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