Contrariamente a más de seis años de anuncios y seguridades de que “produciríamos gran cantidad de alimentos, inclusive para la exportación”, vivimos la tragedia de haber reducido la producción de todo aquello que, en algunos casos, daba excedentes. Alimentos que precisa la población y que, para cubrir esas necesidades, es preciso importarlos de Chile, Perú y otros países. ¿Cuál es la lógica para estas políticas? ¿Qué se ha perseguido con frenar la producción de lo que más deberíamos producir? ¿Dónde quedan las promesas de mejores días para el país?
Hace algo más de un año, las autoridades del Gobierno sostuvieron que este año estaremos en condiciones de exportar alimentos debido a los aumentos de producción que se tendría; esa “maravilla” tan decantada no tiene visos de cumplirse. Para que esto sea realidad, habrá que adoptar muchas medidas: para empezar, reponer políticas que permitan a los productores enfrentar el cultivo de todo lo que antes cosechaban y entregaban a los mercados; pero ello requiere de tiempo y no será efecto simple de los anuncios gubernamentales.
Por otro lado, habrá que incentivar entre los campesinos, colonizadores del campo, agricultores (o lo que tenga que llamarse a quienes trabajan en la agricultura y la agroindustria) para que efectivamente cuenten con las garantías necesarias para cumplir su trabajo y, además, tengan mercados asegurados, precios estables, libertad de comercialización, acceso directo a los mercados evitando en lo posible la presencia de intermediarios, organización de centros de acopio, cooperativas y mecanismos que les permita organizarse comercial y económicamente.
La importación de bienes alimenticios – e inclusive aquellos que son de uso – que el país puede producir, es contrario a toda regla económica porque complota contra toda política de prudencia y ahorro; implica dejadez y nomeimportismo en quienes podrían dedicar su tiempo, energía y capacidad para producir. Lo ocurrido en los últimos seis años es que colonizadores y campesinos y productores de toda clase han dejado de basar su economía en la producción de bienes, porque las autoridades, con criterios totalmente equivocados, han aprobado medidas que obligaron a la suspensión de trabajos cuyos resultados beneficiaban a la economía campesina, a comercializadores y consumidores.
Por las necesidades de la población, y ante la ausencia de lo que se precisaba en la “canasta familiar”, importadores de alimentos han introducido -por las vías legales y del contrabando- todo tipo de mercadería que precisaba el mercado. En muchos casos (por ejemplo, los lácteos) aunque el país ha continuado produciendo y hasta ha diversificado calidad y cantidad, llegan al país por toda vía y de diversa procedencia; se ha llegado al extremo de que productos alimenticios donados por organismos internacionales o por la Ley 480 de los Estados Unidos, son vendidos en los mercados de abasto cuando estaban destinados a su reparto en escuelas, colegios y lugares de atención pública a niños y ancianos.
Ante panorama tan oscuro, lo que corresponde es que el Gobierno reponga las garantías y facilidades con incentivos y aliente la producción de alimentos y, así sea indirectamente -porque vivimos en una economía de libre mercado- restrinja el ingreso de lo mismo que producimos. A su vez, esas restricciones podrían implicar mayores controles en fronteras por las que salen los mismos productos importados a otros países donde los precios son más altos y que superan a los de importación que el país paga con sus divisas.
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