El pronunciamiento independentista de La Paz, el 16 de Julio de 1809, fue franco en sus propósitos, bien organizado y desde el principio con planes señalados de antemano, terminantes y decisivos. El movimiento, más que un acto de rebeldía y protesta, fue una auténtica revolución en América, hasta entonces postrada y humillada. Fue el intento más serio hasta entonces de transformar la estructura colonial, echando a los españoles del suelo altoperuano, para organizar una patria gobernada por los hijos de la tierra, sin intromisión extranjera.
Años de paciente y arriesgada labor, de prédica incesante a cargo de un grupo de patriotas, a quienes desde 1805 encabezó Pedro Domingo Murillo, dieron como fruto una respetable legión de revolucionarios que anhelaba la libertad y estaba dispuesta a ofrendarlo todo. Finalmente, el 16 de Julio de 1809, a menos de dos meses de la insurrección chuquisaqueña, estalló la revolución, violentamente, clamando por la independencia.
Un golpe audaz permitió a los rebeldes apoderarse de la fuerza pública; se organizó un “Cabildo Abierto”, se depuso a las más altas autoridades, al gobernador Tadeo Dávila y al obispo Remigio de La Santa y Ortega, se nombró una Junta Tuitiva, cuya presidencia recayó en la persona de Murillo, comandante ya de las tropas patriotas, con el grado de coronel.
Todo estuvo perfectamente organizado y contó con una carta de presentación, la Proclama de la Junta Tuitiva, documento que muestra a las claras las intenciones de los revolucionarios y las metas por ellos trazadas. Documento tan vibrante, pleno de grandeza y de verdad, fue redactado, firmado por Pedro Domingo Murillo, Juan Manuel Mercado, Juan Bautista Catacora, Buenaventura Bueno, Melchor León de la Barra, Manuel Victorio García Lanza, José Antonio de Medina, Sebastián de Aparicio Figueroa, Gregorio García Lanza y Juan de la Cruz Monje y Ortega.
Es por cierto uno de los más audaces y contundentes de la causa americana. Nada más pleno de coraje y de desafío, de patriotismo y de vigor indignado de aquellos inmortales párrafos: “Hasta aquí hemos tolerado -comienza- una especie de destierro en el seno mismo de nuestra Patria”. Califica de “déspota, usurpador injusto e inculto” al español y añade: “Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto, de organizar un sistema nuevo de gobierno fundado en los intereses de nuestra Patria, altamente deprimida por la bastarda política de Madrid. Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía”.
Ni España ni Fernando VII ni colonias ni autoridades ajenas al Alto Perú. Patria y libertad es lo que reclamaban los paceños de comienzos de siglo, demandando para ello “la unión que debe reinar entre todos para ser tan felices en adelante como desgraciados hasta el presente. La unidad de los altoperuanos es la consigna”.
De frente y sin temores, en voz alta y mirando al porvenir, así era esta revolución, que abolió los impuestos que pesaban sobre los nativos. Para hacer incobrables dichos impuestos se dispuso la quema de los comprobantes de la caja pública. Lamentablemente los lazos que unían a los paceños con otros conjurados, en Chuquisaca, Cochabamba y Oruro, quedaron rotas: los patriotas de La Paz -criollos y mestizos- se encontraron solos y frente a las temibles fuerzas de la monarquía que ya se estaban movilizando. Ni los indígenas o mitayos contribuyeron a la causa.
Pero los revolucionarios no se amedrentaron, y cuando llegaron alarmantes noticias sobre el envío de tropas para sofocar la insurrección, los dirigentes decidieron ofrecerles resistencia y mantenerse en el mando del distrito, para lo cual elaboraron un plan de gobierno y de defensa de la ciudad del Illimani.
Las noticias sobre la potencia militar de las tropas que enviaba el Virreinato desconcertaron a muchos, que se habían preocupado por organizar la administración, pero no la resistencia, se disponía de gente, no de armas, sobraba el valor, pero no había medios para combatir, defenderse y repeler la agresión. Algunos creyeron salvar su responsabilidad aportándose de la Junta, y se insubordinaron -a mediados de agosto- encabezados por el falaz español Pedro Indaburo, terminando por apresar a Murillo para hacer méritos frente al enemigo que se aproximaba. Hubo choques de fracciones y el presidente de la Junta fue conducido a Chacaltaya, luego hubo un repliegue a los Yungas, de donde el cabecilla pudo fugar a Zongo, siendo finalmente apresado por los españoles.
Murillo y otros protomártires por orden de Goyeneche fueron llevados a la horca el 29 de enero de 1810.
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