Ana Muñoz Álvarez
Bala tiene ocho años y pasa el día haciendo ladrillos en un campo de Passor (India). Todos los días hace 250 piezas con sus manos y gana poco más de un euro al día. Pyalo tiene siete años y es una niña “bonne” de Togo. Cuando era más pequeña, su familia la vendió como esclava doméstica a una familia rica vecina. Kofi tiene nueve años y trabaja como porteador en un mercado de Porto Novo (Benín)… Y así, hasta más de 215 millones de nombres de niños de los cinco continentes, según las cifras de la Organización Mundial del Trabajo (OIT). Niños y niñas que tienen que ir a trabajar, en condiciones de abuso en muchas ocasiones, y que dejan de asistir a la escuela y de tener un desarrollo adecuado.
El trabajo infantil no tiene una única causa. Es una suma de distintas circunstancias: pobreza, desestructuración familia, falta de educación, conflictos, enfermedades, desigualdades, demanda de mano de obra infantil… Multitud de causas, pero una clara consecuencia: más pobreza.
Desde la agencia de Naciones Unidas para la Infancia, Unicef, explican que es posible que muchos niños y niñas tengan que realizar tareas domésticas para ayudar a la familia o realizar algún tipo de trabajo para ganar un dinero extra para poder subsistir. En países del Norte, como cualquiera de los europeos, aconsejamos a nuestros hijos a hacer pequeños trabajillos de verano para ganarse unas “perrillas”: cuidar al bebé del vecino, limpiar el jardín o dar unas clases a niños más pequeños.
Sin embargo, el trabajo infantil, no digamos ya la explotación y el abuso, es otra cosa. Son niños obligados a trabajar horas y horas por un escaso salario y que no le permiten desarrollarse como persona. Y, en este aspecto, la educación es fundamental ya que es la pieza clave para romper con el círculo de la pobreza. Un niño o niña que acude a la escuela, tiene mejores herramientas para enfrentarse a la vida adulta. Tendrá un mejor trabajo, su calidad de vida y la de su familia mejorará, tendrá menos hijos, conocerá sus derechos, querrá participar en la toma de decisiones de la sociedad en la que vive… En definitiva, se convertirá en ciudadano libre.
Los niños tienen un lugar, como cada cosa. Y no es el trabajo de sol a sol por un plato de comida o un mínimo salario. El lugar de un niño es la escuela. Un espacio de protección donde aprender conocimientos y valores que le servirán para el resto de la vida. La Convención de los Derechos del Niño reconoce “el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y contra el desempeño de cualquier trabajo que pueda ser peligroso o entorpecer su educación”. El trabajo infantil afecta, por tanto, a derechos básicos de los menores, como el de la protección, la educación y, en ocasiones, la supervivencia, cuando son trabajos que ponen en riesgo su salud y su vida.
Campos de ladrillos en la india, industria textil en países asiáticos, minas de esmeralda en Colombia y de suyo en Perú, niños porteadores en estaciones y mercados de países del Sur, niños y niñas empleados domésticos… Son muchas las actividades que utilizan a menores, mano de obra barata y que no exige. Por ello, también los consumidores tenemos una responsabilidad con estos niños, a los que se les roba su infancia y su futuro. Deberíamos preguntarnos cómo se hacen los productos que consumimos, quién los elabora, en qué condiciones… y decir no a aquellos que no cumplen con los derechos de los más pequeños es el principio para que millones de niños en todo el mundo puedan mirar al futuro con esperanza.
La autora es periodista.
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