Laura M. López Murillo
En algún mítico, bajo las ruinas del olvido y entre los siglos de la historia perdura el aliento divino; de cuando en cuando, desciende sobre la faz de la Tierra para iluminar la existencia de los mortales en la incesante búsqueda de la inmortalidad...
En la lejana y antigua Grecia, el triunfo olímpico elevaba a los hombres al pedestal de los héroes y les concedía una porción de la gloria de los dioses; la corona de laurel sobre la testa de los campeones materializaba el triunfo de la voluntad y la disciplina sobre los límites del cuerpo. La versión moderna del olimpismo recuperó los atributos de la excelencia griega como afán universal del humanismo, y hoy, como siempre y desde entonces, la justa olímpica refrenda la imperiosa necesidad del hombre por alcanzar la gloria y trascender.
Y en cada olimpiada un pequeño ejército de osados asciende al monte mítico para derribar las imposiciones del tiempo y la distancia; ante la mirada impasible de los dioses demuestran que todo es posible cuando existe una convicción auténtica.
Hoy, los juegos olímpicos acaparan todas las miradas del mundo en Londres, donde los niveles de la excelencia aguardan a los nuevos héroes que habrán de superarlos. Pero al margen de la parafernalia mediática y ajeno a los mecanismos del mercado, perdura uno de los baluartes de la humanidad: la capacidad para comprometerse con un ideal.
Y muy lejos de los estadios y del espectáculo olímpico, los héroes anónimos se afanan en la lucha cotidiana por sobrevivir en un ambiente hostil, voluntades férreas pretenden sobresalir en un entorno competitivo y superar los límites de la fatalidad y la marginación. Todos los días, en todos los meridianos, se emprende la búsqueda de alguna oportunidad, se recorre el camino hacia la prosperidad y se sobrepasa una infinidad de obstáculos.
Y ese es el mensaje que envían los dioses desde el Olimpo. La vida de los mortales es una batalla épica, una epopeya; es el compendio de una infinidad de triunfos en todos los ámbitos del espíritu humano. La desesperanza, la miseria, la ignorancia son los obstáculos que se debe derribar, y los héroes que deambulan en la faz de la Tierra denuncian las injusticias, exhiben los estragos de la mediocridad y la sumisión en la construcción de un mundo mejor. Por eso, la excelencia no debe comprimirse en una cifra con décimas y centésimas de segundo porque es un atributo inconmensurable: es la templanza que logra vencer las contrariedades y afrontar todas las adversidades.
La excelencia es el afán por mejorar la condición humana; desde la solidaridad hasta el sacrificio, la excelencia reside en la capacidad del compromiso y en la determinación por realizar los sueños. Es el aliento divino que desciende sobre la faz de la Tierra para iluminar la existencia de los mortales en la incesante búsqueda de la inmortalidad…
La autora es Licenciada en Contaduría por la UNAM, con Maestría en Estudios Humanísticos, especializada en Literatura en el Itesm.
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