[Manfredo Kempff]

Cuando los cruceños éramos pobres y felices


Existe una relación indudable entre la riqueza y la felicidad. Pero la voz del pueblo (la voz de Dios) dice que la riqueza no es todo. Además, en Santa Cruz, ahora mismo, los pobres siguen siendo muchos más que los ricos, así que no se trata de que las penurias hayan pasado a la historia. Pero, antes, los cruceños éramos pobres todos. Los acaudalados tenían unas taperas que no valían gran cosa y los campos rendían para alimentarse y para vender a los lejanos mercados del interior de la República un poco de azúcar, chancaca, alcohol, charque, cueros, madera, y algo más. No había caminos ni ferrocarril para el intercambio; algún “fordcito cojitranco”, de aquellos de la guerra con el Paraguay, se aventuraba rugiendo por caminos de herradura, donde reinaban las mulas, la verdadera riqueza de los que hacían comercio.

Vivíamos con un pie en la ciudad y otro en el campo. Mientras estábamos girando en torno a los trapiches, nos enterábamos, días después, de los golpes de estado en La Paz, y la composición de los gabinetes nos interesaban un pimiento porque escasos eran los cambas que podían acceder al Consejo de Ministros, lo que no ha cambiado hasta ahora. Claro que entonces no teníamos ministros porque pesábamos muy poco en la política y ahora no los tenemos porque somos chúcaros para doblar la cerviz ante la prepotencia oficialista. Pero, bueno, eso será así hasta el final de los siglos.

El caso es que el progreso nos ha traído mucha más gente que la que podía engendrar el vientre de nuestras mujeres. Nos hemos desequilibrado porque todo ha quedado chico. Los servicios básicos no alcanzan y reclamamos todos: los antiguos y los nuevos. Pero, además, estamos en el difícil proceso de asimilar costumbres que no eran nuestras y de que los recientes cruceños respeten las tradiciones de los que nos alimentábamos con majao, locro, maíz, arroz y huevos; de café con masaco, cuñapés, roscas, pandearroces y zonzo; guarapo, biter y somó. Nuestra mesa era pobre, pero sabrosa. Me recuerda a las comidas del México revolucionario y hambriento de nuestras lecturas, donde a la tortilla bendita le ponían carnitas de cerdo los que podían o chile y jitomate el resto. Ahora, por la influencia andina, nuestras viandas han mejorado sabrosamente con los picantes variados, las sopas, guisos, chicharrones y fritangas. Creo firmemente que la primera integración real con el Collao ha empezado a darse en Santa Cruz a través de la comida, de aquellas cholas de manos mágicas que nos han hecho saborear y adoptar viandas con productos esenciales y algunas hierbas misteriosas que no existían en nuestro pueblo pobre de antaño.

Pero, bueno, éramos felices porque vivíamos en familia. Todo giraba en torno a los abuelos y padres agricultores y vaqueros; a las abuelas y madres tiznadas en la cocina de leña y ayudadas por cambitas que pelaban yucas y desplumaban gallinas; a las tías costureras y hablantinas que nos hacían camisas de mangas chutas o cuellos desbocados; a los tíos galleros, galanes y guitarreros, y a las primas lindas y chismosas. Pero la familia no se terminaba en la casa grande de tres patios, sino que proseguía en el vecindario, en los parientes de enfrente, cruzando la calle arenosa o el barrial, o en las casas donde apenas nos separaba una barda chata. Vivíamos un mundo feliz porque nos socorríamos entre todos. Sabíamos todo lo que sucedía en la manzana y más allá. No recuerdo de ningún vecino pobre de solemnidad que no recibiera una ayuda digna y generosa, sin apariencia de favor o limosna. Eran tiempos cuando doblaban las campanas por algún venerable difunto.

Íbamos a la escuela con calzón corto y mandil blanco encima. O sin mandil. Con zapatos o con abarcas. A veces hasta alguno descalzo. Había unos más pobres que otros, pero todos éramos iguales en el trato que daban los maestros y en la relación personal. No existía ese drama terrible del que tanto se queja S.E. en sentido de que a alguien lo acosaran por su origen, por su color, que lo escupieran en la calle o no lo dejaran caminar por la acera enladrillada y despareja. El más morenito lo hacía tragar sangre de un zoquetazo al más pintado y santas pascuas. Eran épocas sin resentidos ni amargados, que duró hasta cuando empezaron a señalar con el dedo a los oligarcas y gamonales. Pero eso fue después.

Fue el comienzo del desastre que vivimos hoy. Cuando nos dicen que somos los más ricos y los más mezquinos. Los que no queremos compartir presuntas riquezas – recibidas dizque del Estado – con nuestros compatriotas. Cuando eso de vivir hoy mejor que antes se está convirtiendo en una mentira, en una tortura con un costo insoportable, porque nos están poniendo la pata encima para que no levantemos cabeza. Cuando las peores intenciones del Gobierno están dirigidas a rompernos los huesos, es decir a quebrar nuestro modo de vida.

Ya no vamos a Cotoca en carretones adornados de flores, ni los cambas y peladas se ven como antes camino de rezarle y cantarle a la Mamita. Esos tiempos ya pasaron para siempre.

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