Somos un país minero y lo seremos aún por mucho tiempo, puesto que será nuestro principal rubro de exportaciones; pero descuidos, desidias, improvisaciones, ausencia de planificación e inversiones, medidas sociales anti-producción y anti-sociales, normas político-partidistas ajenas al bien común y otras causas han determinado que, al margen de la minería grande hasta el año 1952, no produzcamos lo que deberíamos.
En los últimos años, los precios internacionales de los minerales han subido considerablemente y, como resultado, han formado arcas financieras para los países que han sabido aprovechar la coyuntura mediante la oferta de mayor cantidad de minerales que la industria pesada precisa internacionalmente; en cambio, ¿qué hicimos nosotros? Descuidamos totalmente lo que más había que cuidar: inversiones, planificación, especialización de personal, prospección y exploración de nuevos cuadros y, sobre todo, previsión para evitar conflictos sociales que, en casos, han llegado a la ocupación de minas.
Hasta el año 1952, las minas grandes atendidas especialmente por la Patiño Mines y la Compañía Aramayo (Hoschild y compañía más eran comercializadores) tenían muy bien planificada la explotación de sus yacimientos y cuidaban para el futuro la prospección, exploración y posible explotación de yacimientos mineralógicos que reemplacen a los que estaban en explotación de modo que la producción aumente y, sobre todo, sea previsiva al conformar “stocks” para su oferta cuando los precios sean altos.
Estas políticas han determinado que los gobiernos autodenominados nacionalistas (con mayor tinte socialista o comunista) veían como medida populista la nacionalización como medio para “mostrar conquistas revolucionarias” que, en sus resultados, han sido desastrosas con las medidas adoptadas porque la minería, de haber sido casi sustento del Tesoro General de la Nación, se convirtió en sostenedora de la economía de las minas nacionalizadas, porque la demagogia político-partidista subió los costos de producción tan sólo por mala administración, por contratación excesiva de personal innecesario, por haber explotado los cuadros que estaban ya preparados y por ausencia de inversiones.
Así, pasado el tiempo, la minería mediana y pequeña resultó víctima propicia para que tanto la política como las exigencias sociales hagan de ellas lo que “las doctrinas socialistas exigían que se haga” y el caos se apoderó de todo y no hubo tiempo en el que no se lamentara la invasión a minas particulares o, de hecho, la ocupación con el visto bueno de las autoridades del país. Este problema se agudizó en los últimos seis años porque, en el entender del Gobierno, “los bienes y riquezas del país son del pueblo y es éste el que debe beneficiarse en lugar de los dueños que obedecen doctrinas imperialistas”.
Hoy, nuestra minería está en declive y no puede, pese a la bonanza de precios, cubrir los requerimientos del mercado; últimamente, esto se hace más difícil por la baja de precios y la subida de costos de operación. No obstante ello, esos factores no deberían ser causa para no planificar ni invertir, para no explotar racionalmente las minas y para no imponer orden y las leyes en sitios en los que dominan las presiones sindicales y el adueñarse de la propiedad ajena, que se ha convertido en medio de vida de muchos grupos que consideran que las políticas de cambio (que nada cambian) impongan reglas para que los trabajadores exploten esas riquezas.
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