No admite duda que la docencia en las universidades consolida la realización intelectual e investigativa de quien la ejerce. Es un apostolado porque el docente ingresa a un proceso ininterrumpido de adquisición de conocimientos adicionales a la cátedra para perfeccionarla, ampliarla. Sobre todo el docente identifica que con esos aportes la cátedra no se fosiliza ni se transforma en rutina y, a través del trasvase generoso sin limitación a los estudiantes, éstos disponen de mejores opciones en su vida profesional ante una cada vez más encarnizada competencia.
La universidad no es el recurso exclusivo para adquirir conocimiento sino su función es la de un servicio público que la hace ecuménica, independiente, menos estatal, porque el Estado es sólo un estamento reducido de la sociedad. Por ello las universidades deben estar íntimamente conectadas con las instituciones. El trabajar con ideas no significa distorsionar su esencia institucional, por la cual todas las universidades se incardinan plenamente.
Las universidades para mantener el vigor de las ideas y su desarrollo y funcionar óptimamente deben verificar día a día su control y acervo de vigencias, lo que les dota de flexibilidad para la vida intelectual. Tienen que abstenerse de enseñar obras muertas que antes tenían prevalencia, y hoy, ante sociedades globalizadas, requieren de investigación, tesis, propuesta académica, hasta escudriñar en lo improbable, enriqueciendo y asignando seguridad de acción personal al estudiante.
Se presume que los contenidos de enseñanza tienen buena elaboración, pero deben estar conexos y paralelos con la función efectiva de la realidad de la vida y sus exigencias. El tesoro más preciado del que disponen las universidades es la discusión, la problemática y la dialéctica en aula; por ello se las permite y realiza, pues la discusión no revela desacuerdo, por el contrario, es la prueba de la concordia para lograr el mejor conocimiento, concluyendo que en tiempos de desacuerdo radical se deja de discutir.
Todas las universidades son un servicio público y su misión y visión es más compleja de lo que se enuncia públicamente. Es compleja, pues debe realizar sus funciones básicas en plena armonía y no en crisis, para lograr el objetivo ineluctable: formar mejores profesionales. Las funciones universitarias son incontables, pero las cardinales se asientan en la vida intelectual creativa, la docencia, la función social de cada país y una intensa relación internacional.
La docencia es el espíritu general de cada universidad, pues el resto es lo que posibilita la docencia con sus consecuencias y efectos, independiente del aporte íntegro de entrega de los conocimientos sin limitaciones, reticencias o remilgos o cuidando la seguridad laboral, menos escatimando lo esencial y verdaderamente útil para los estudiantes. Para desechar esa tentación es primordial despojarse de cualquier atisbo de egoísmo profesional, que es una servidumbre humana a ser erradicada a nivel de las universidades, pese a la implicación de la dificultad.
Se la debe desactivar con la iniciativa personal y el análisis serio, crítico y despiadado para sí mismo de lo que se está realizando y transfiriendo intelectualmente cada día en bien de los estudiantes, como forjadores de sus destinos profesionales, generándose, de no obrar rectamente, una responsabilidad ilimitada con imborrables remordimientos concienciales.
El autor es abogado
corporativo, docente.
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