Ramiro Otero Lugones
El mundo del hampa en su accionar define categorías, distinguiendo en principio entre los “riles” y los “giles”. El hampa conforma el mundo de los riles. El resto somos los “giles”. Y según ellos, en la ecuación humana, “los riles viven de los giles”. El hampa también tiene sus normas de conducta, por ejemplo el que delata muere. El ladrón profesional no roba a sus vecinos.
Conocer y descifrar el delito es una pasión del saber. El que escribe historias policiales no se divierte. Por algo Ellery Keen es algo más que famoso. Y haber leído a monsieur Gorot, célebre jefe de la Sureté de París, en sus “Memorias”, es tarea infaltable para un buen criminólogo.
Pero no es sólo descifrar hechos que atrapan al conocimiento, porque la pasión del saber obliga a manejar valores que son producto de la vida humana y sus contrariedades, quiere decir que son producto histórico y también tienen historia porque no se dan de golpe. Así, si estudiamos al Estado como producto del mundo civilizado, tal vez una de sus piezas más importantes, encontramos que en el ámbito del Imperio romano, tan cruel e inmisericorde en el ejercicio del poder, hay principios de respeto obligado: el Príncipe (César) dueño de vidas y haciendas, que puede dejar el Imperio al heredero que elige, ese poderoso gobernante, no puede disponer a su antojo de la cosa pública (res pública).
Es la doctrina del Príncipe, expuesta por Plinio el Breve, del período republicano del Imperio romano, en la que se inspira Nicolás Maquiavelo. El respeto que se le impone al César en el manejo de la cosa pública origina otro principio en el ejercicio del poder: lo que el Príncipe declara o afirma, compromete la fe pública. Cuando el Príncipe habla, obliga y se obliga.
Peor, en el Incario, donde el rey es un dios, el poder absoluto. (Léase el modo de producción del tributario inferior, Estado clase o tributario de la comunidad de aldea). El Inca no se desmiente. Mentir es un delito penado. No podemos decir lo mismo de “Mi lucha” atribuida a Adolfo Hitler, que hace suya la fórmula jesuítica de que una mentira repetida miles de veces se convierte en una verdad. Ahí está la fuerza de la propaganda de los que venden mentiras al por mayor y al por menor, como si conocieran los efectos de la doctrina de los reflejos condicionados, el segundo sistema de señales, del soviético Pavlov.
Ahí están en nuestro tiempo los discursos de los autócratas que hablan nueve horas sin decir algo, imprimiendo conductas a las masas que terminan repitiendo lo que entienden; los avisos de los vendedores en televisión o la propaganda expuesta en los spots publicitarios de los gobiernos de turno, queriendo convencer a la ciudadanía con sus mentiras, usando la fórmula de la repetición y la difusión masiva, claro está, gastando la plata del erario fiscal, que es la plata del pueblo para seguir engrupiendo a ese pueblo.
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