La seguridad jurídica es uno de los principales atributos del “Estado de Derecho” y consiste, conceptualmente, en el acatamiento irrestricto y generalizado del cuerpo social de un Estado a la normativa de la Constitución y leyes de la República.
Por su generalidad y amplitud los principios y normas constitucionales, que son de índole jurídica, son, además, principios éticos de cumplimiento obligatorio, dentro de los cuales debe cimentarse, encauzarse y desarrollarse la vida del “derecho”, o sea la vida jurídica de gobernantes y gobernados.
El ser humano, la ciudadanía en general, tanto en instituciones, empresas o en cualquier conglomerado social, necesita desenvolverse en un ambiente y clima de certidumbre. Surge entonces la necesidad de la seguridad jurídica como uno de los principales valores de las conductas en su interrelacionamiento. Así entendida la seguridad jurídica, se configura como un valor necesario, inalienable e imprescriptible, valor que debe estar presente, siempre, en cualquier situación, de modo tal que la certidumbre y la seguridad sean la regla para otorgar firmeza y tranquilidad a las actividades empresariales o de cualquier otra índole.
No es posible desconocer este ordenamiento jurídico establecido por la Constitución y las leyes, como tampoco es posible ignorar que en un Estado de Derecho debe jugar papel importante la dignidad del pueblo en la convivencia social y los derechos y garantías de los ciudadanos en sus relaciones con el Estado y la Comunidad.
Aunque la organización de una sociedad en Estado es un acto de naturaleza política en cuanto a la elección y funcionamiento del Gobierno, el comportamiento de ese Gobierno en cuanto al manejo de la cosa pública y el trato a la ciudadanía es de naturaleza eminentemente jurídica. En este entendido, el Gobierno debe manejarse con apego a la juridicidad, porque cuando hay sobreposición de lo político en desmedro de lo jurídico, se desnaturaliza el constitucionalismo y se ingresa a la ilegalidad y arbitrariedad.
En nuestro país, Bolivia, nadie puede desconocer una serie de hechos que configuran un ambiente de inseguridad jurídica que, de no ponerle atajo a tiempo, puede causar daños irreparables. Nos referimos al avasallamiento de emprendimientos privados por presiones sociales, como en los casos de Colquiri, Fancesa, la South American Silver con Mallku Khota, Sinchy-Huayra, Cerro Negro; el tema TIPNIS (desconocimiento de una ley que prescribía la intangibilidad del Parque Nacional Isiboro Sécure para el trazo de un tramo carretero, por otra que obliga a una consulta “previa”); el desconocimiento político de gobernadores electos, por juicios simplemente declarados y no probados (penalidad in limine litis).
También mencionemos los temas de Caranavi, La Calancha y Chaparina que permanecen en status-quo ad-libitum en los escritorios de los señores fiscales. Por el pavoroso y festinatorio incremento de la producción de coca y cocaína se nos ha estigmatizado como segundo país productor en el mundo. Los casos de corrupción en entidades públicas como YPFB, que administra el mayor caudal económico del país, y últimamente, el respaldo de nuestra representación diplomática en las NNUU al régimen de Bashar Al Asad por la masacre a Siria, lo que implica la presunción de que las autoridades pertinentes del país emitieron ese mandato que resiente “erga omnes” a la normativa de los Derechos Humanos, son hechos que nos preocupan de sobremanera.
Todo lo expresado es campo propicio para la proliferación de toda laya de delitos, donde la víctima es la colectividad boliviana que pide clamorosamente una adecuada política de seguridad jurídica. Ibidem para las inversiones privadas, nacionales y extranjeras, que tanto las necesitamos. A propósito se dice que las inversiones son como las gacelas, levantan vuelo ante el primer ruido que captan. Y en nuestro país nos estamos volviendo sordos con tanta sonoridad.
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