Desde la aprobación del decreto de Reforma Agraria en agosto de 1953 -disposición hecha ley el año 1956-, se ha sostenido la necesidad y urgencia de “sacar al campesino” de la pobreza ancestral en que vivía; la verdad es que poco o nada se hizo para que esta intención se haga realidad porque para los gobiernos de turno, legales o de facto, las “masas campesinas” (como ellos llamaron a las comunidades indígenas) han servido sólo para asegurar apoyos al régimen constituido.
Los llamados “gobiernos revolucionarios” que pretendían grandes cambios en el país y nada concretaron, han utilizado al campesinado para concentraciones y apoyos, lo han convencido de la “bondad” de las situaciones vividas y le hicieron creer en mecanización, educación, créditos, abonos, semillas, asistencia técnica, proyectos para producir más y mejor; en fin, menudearon las ofertas y promesas que nunca se cumplieron. Estas verdades fueron realidades vividas por varias generaciones de indígenas, campesinos, colonos, originarios o como la política partidista los denomine.
Lo grave de todo ha sido que la economía del campo se fue deteriorando conforme pasaron los días, meses y años puesto que hasta los sistemas de trueque fueron anulados y las mismas dirigencias originales de los campesinos fueron sustituidas por sindicatos que aprovecharon situaciones para enriquecimientos personales o de grupo. Los extremos han llegado hasta ser imposibles para la mayoría del campesinado porque la importación de alimentos postergó cualquier posibilidad de mejorar la economía agraria.
La “revolución liberadora”, como se auto-proclamó al proceso iniciado en 1952, sirvió para reemplazar la producción propia con importaciones hasta de papas y se lo hizo para beneficio de la “célula de importadores del MNR” y se llegó con gran incidencia para el hombre del campo con la importación de muchos otros productos que producíamos y se dejó de hacerlo. Procesos similares se han cumplido, con mayor o menor incidencia, en la vida del país durante los últimos años hasta llegar a lo que hoy se sufre: una dependencia de importaciones de lo que el campesino debe y puede producir.
¿De qué políticas liberadoras para el campesino hablan nuestras autoridades si la situación es más dependiente que antes? ¿Cuándo se cumplirán regulaciones importantes anunciadas en la Ley de Reforma Agraria y que están muy lejos de ser realidad? ¿Cuándo se verá las políticas de apoyo efectivo al sector agrario con maquinaria, herramientas, semillas, abonos, asesoramiento técnico, agroindustria, educación y atención a todas las áreas rurales?
Parece que cualquier pregunta es vano hacerla porque el campesinado seguirá siendo “piedra de choque” o pretexto para incumplir con los deberes que tienen los gobernantes de servir y amar a comunidades campesinas que viven de esperanzas y sólo deben contentarse con haber recibido “títulos agrarios” que los hace propietarios de las tierras que ocupan, pero que no les sirve ni para herencia a sus descendientes.
El Gobierno para iniciar, siquiera en lo más mínimo, un estado de justicia para el campesinado, tendría que evitar la importación de alimentos que son producidos en nuestros campos y no permitir más que el campesinado sea instrumento partidista sin beneficio alguno, porque el ciudadano del campo y sus familias son parte importante y tienen derechos, como pueden tenerlo cualesquiera de los habitantes del país.
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