El político, cualquiera sea su ideología, hombre o mujer, muy pocas veces ha honrado su palabra empeñada ante la población, lo que le hizo perder credibilidad y le acarreó impopularidad.
Quizá por ese motivo no asimiló debidamente la historia ni tradujo con certeza la realidad que vivía. En consecuencia siempre trató de tergiversar la verdad, buscando imponer, contra viento y marea, su media verdad.
El político ha vivido de la política, del erario público y del aplauso circunstancial, jamás fue partidario de la reflexión sino de la consigna que hizo de él un elemento instintivo. Mezquino y egoísta, jamás mostró desprendimiento y generosidad. “Cuanto más críticas reciba, mayores serán las posibilidades de vigencia”, diría, tal vez.
En verdad que el político no paró de denostar al adversario ni de lisonjear al electorado que se multiplicó con el correr de los años. En consecuencia nunca salió libre de culpas, pese a ciertos esfuerzos que hizo por el bien común, los ejemplos al respecto menudean por doquier.
El político se ha movido, en dictadura y democracia, en función de intereses personales, de tipo económico, particularmente, que acabaron sepultando sus ideas e inquietudes ideológicas.
Posiblemente por estos antecedentes fue un personaje impugnado, controvertido y estigmatizado en la historia, no sólo regional sino universal. Muy pocos se retiraron a sus cuarteles de invierno, rodeados de estima, consideración y reconocimiento de sus congéneres.
El político, por una actitud regresiva, contrajo la tendencia a olvidar todo lo prometido, defraudando las expectativas de ciudadanos que esperaban mejores días. Ante esta realidad es conveniente suscribir, en lo posible, acuerdos con él, para refrescarle la memoria, en cuanto surjan problemas de aquélla naturaleza.
En este marco el político, de izquierda o derecha, joven o viejo, está conminado a cambiar de actitud, a cumplir al pie de la letra toda promesa que saliera de sus labios. Entonces se podrá decir de él que es una personalidad solvente, de probada honestidad y conducta intachable.
Un político que añada, de una u otra manera, honestidad en lo que diga o haga, podrá revalorizar su conducta pública ante los ojos de propios y extraños. Entonces resurgirá el político íntegro, inspirado básicamente en la verdad, que construye entendimiento, concertación y consenso, en todos los tiempos y pueblos. En caso contrario estaremos en las mismas de siempre o sea lamentando las falencias del político.
En suma: requerimos un político sincero, honesto y transparente, para movilizarnos hacia tiempos mejores. Las falsas promesas, las poses demagógicas y los cantos de sirena deben desaparecer para dar curso a una nueva realidad.
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