Pocos países como Bolivia han experimentado todos los sistemas políticos desde el liberalismo al socialismo, para rematar en el peculiar estilo sindicalista de gobierno del presente. Sin embargo el caudillismo con elevada cuota cubre la historia nacional -si bien no es un sistema y menos una ideología- se trata más bien de una dimensión desfigurada de la política, salvo casos excepcionales confirmatorios de que no hay regla sin excepción. El caudillismo se extiende prácticamente a partir de la fundación de la República para concluir en la Guerra del Pacífico, sin que esto quiera decir que remedos de caudillismo emulen en el Siglo XX y aun en estos años.
En Bolivia es clásica la división de “caudillos bárbaros” y “caudillos letrados” del Siglo XIX. Entre los primeros se inscriben Isidoro Belzu, Mariano Melgarejo, Agustín Morales e Hilarión Daza. Corresponden a los segundos los militares Andrés de Santa Cruz y José Ballivián junto al civil José Mará Linares, apodado “dictador”.
Después de la Guerra del Pacífico entra en auge la explotación de la plata, iniciándose al mismo tiempo los gobiernos de constitucionalistas o demócratas como se hacían llamar, casi todos prósperos mineros, a partir del presidente Gregorio Pacheco para concluir con Severo Fernández Alonso, derrocado por la Revolución Federal de 1899. Aunque estos mandatarios carecían básicamente de doctrina política, justifican su apelativo democrático por sucederse mediante elecciones, más bien escasas en los años precedentes.
El federalismo nunca rigió, como ahora tampoco la “autonomía” o autonomías. Para entonces el general Eliodoro Camacho, héroe de la Guerra del Pacífico, fundó el Partido Liberal, primero en su género con cuadros e ideología, disputando el poder a los anteriores. Despuntando el Siglo XX ingresamos a los gobiernos liberales que cubren un período de 20 años, encontrando su fin a manos del republicano Bautista Saavedra. Liberales y republicanos compartían las ideas de Adam Smith y la doctrina liberal, pero sin desarraigarse del feudalismo en el campo.
Concluida la era de la plata, la del estaño abarca hasta la Revolución Nacional de 1952. Los republicanos se escindieron entre “genuinos” con Daniel Salamanca a la cabeza, y saavedristas o republicanos socialistas. El vergonzoso “corralito” durante la Guerra del Chaco dio fin a este período y con Toro y Busch irrumpe un curioso ensayo de socialismo militar. Fruto de la contienda bélica con el Paraguay y como eco siempre tardío de Europa, repercuten las corrientes marxistas en un Partido Comunista, por supuesto después de algunas organizaciones concomitantes dispersas y los partidos “nacionalistas” MNR y FSB, inspirados en el Nacional Socialismo alemán y el falangismo español, respectivamente. En 1943 el Mayor Gualberto Villarroel se hace del poder junto al MNR y Radepa, logia militar adicta a los métodos violentos de gobierno con efectos trágicos, mientras se toma las primeras medidas indigenistas.
El resto es historia conocida en la que sobresale la Revolución Nacional con sus tres medidas fundamentales y una inclemente represión. En el fondo esta etapa no es otra cosa que un populismo que, a modo de ariete, abre las compuertas del actual estilo de gobierno. Le siguen desde 1964 exponenciales momentos del “poder por el poder” caracterizados por regímenes militares y civiles, éstos en clave de “retorno a la democracia” o democracia pactada.
De dichos rótulos ideológicos más que convicción y práctica, derivamos al esquema del “cambio”, rondador de una suerte de nuevo caudillismo con fuertes ingredientes de tipo sindical. No obstante, este sindicalismo heterodoxo no surge precisamente de fuente obrera o proletaria, sino del sector indígena. No en vano se trata de un sindicalismo ejercitado en la Federación de Cocaleros del Chapare y que a modo táctico transmite su estilo a todas las esferas del poder y del llano.
En nuestro medio la actividad sindical o es discursiva o no es tal, quizá por ello el Primer Mandatario ha cambiado la mesa de trabajo de su despacho por la tribuna del discurso cotidiano, constituyendo su modo de gobernar. Siempre dentro del esquema sindical se busca contendientes más imaginarios que reales. Confrontar es lo importante. Desde el poder este estilo no conoce contratiempos ni derrotas.
El ejercicio del sindicalismo estatal no sólo es consigna, sino método de anulación de resistencias opuestas. Por consiguiente cubre todo el aparato gubernamental e invade el resto de la actividad económica y social. El Parlamento -designación ahora satanizada- se asemeja más a una asamblea sindical, tanto por su composición mayoritaria cuanto por su estilo deliberativo. No es extraño que “Asamblea” Legislativa sea su nueva denominación. La demagogia propia del modelo sindical de nuestro medio, salvo honrosas excepciones, no podía dejar de reproducirse en la acción parlamentaria y de ahí muchas leyes de ese mismo carácter. Nota evidente es que entre las valoraciones para la designación de altas autoridades figura esencialmente haber ejercido la dirigencia sindical o agraria.
La presión es otra característica del estilo en cuestión y no podían faltar los cercos al Legislativo para la aprobación de determinadas leyes, incluyendo a la propia Constitución. Los eventos internacionales realizados en el país no han sido exceptuados de la concurrencia de barras encargadas de aplaudir o rechiflar según la nacionalidad de los representantes. Pero los efectos de tal estilo desusado no tardaron de traducirse en la Asamblea General de la OEA de Cochabamba, en una flagrante derrota a nuestras aspiraciones marítimas. De lo anterior fluye que Estado y sindicalismo difieren en naturaleza, principios y finalidades.
El autor abogado y escritor.
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