Con el fin de mostrar el estado de ruina en que han caído los agricultores pequeños y medianos en el país (en especial los que quieren hacer inversiones en el campo), se tiene como muestra dramática lo que le ocurrió a un pequeño inversionista que quiso hacer su aporte a la economía del país.
Se trata de un ciudadano boliviano que hace diez años, después de estudiar y ahorrar algunos dólares en Estados Unidos, retornó a Bolivia para formar una empresa en la madre tierra. El lugar ideal para esa idea era los Yungas de La Paz.
Compró un pequeño fundo, abandonado desde hacía 50 años, en Sur Yungas y procedió a reconstruir una casa de la que quedaban sólo los cimientos. Enseguida hizo la limpieza de las tierras “enchumadas”, y procedió a aplicar planes técnicos para labores de producción. Previamente debió instalarse en el lugar, amoblando su casa y dotándola de comodidades básicas.
Por otro lado, hizo una instalación de agua, adquirió un equipo electrógeno, habilitó un equipo hidroeléctrico y empezó a desarrollar un sistema eólico. Así mismo, instaló un sistema de comunicación local. Para facilitar sus actividades adquirió un vehículo, una bicicleta y una motocicleta. Al mismo tiempo, compró aperos de labranza y herramientas para un taller mecánico. También adquirió gran cantidad de artefactos para su vivienda a fin de dedicarse a la agricultura, entre ellos un equipo de televisión y radio. Guardó un capital para pagar salarios.
Las inversiones, desde el momento de comprar de la tierra, hasta que empezaría a producir pasaron los 50.000 dólares, inversión que esperaba que le proporcione una renta para sobrevivir y recuperar en caso necesario.
Entonces llegó el momento de la verdad. El inversionista decidió plantar frutales, pero no daban ganancia. Cambió al cultivo de café, igual cosa. Decidió cultivar verduras, no tenía mercado. Impulsó un proyecto de crianza de peces, fracasó por falta de mercado. Otros proyectos tampoco le dieron resultado porque ninguno producía renta por la competencia de productos de contrabando o sea que las inversiones en salarios, semillas, herramientas, etc. no daban ganancia.
El activo agricultor vio que la tierra no le daba renta, aparte de que era perjudicado por el vecindario que le hurtaba la producción de su huerto. Así mismo, empezó a enfrentar a personas que deseaban apoderarse de parte o el total de su tierra, a la cual hasta entonces no le habían dado ninguna importancia porque no estaba en producción y no tenía agua. Inclusive un trámite de “saneamiento” se convirtió en una costosa pesadilla. Los bancos no le daban crédito.
Ante la realidad de que la tierra no le daba renta, el inversionista se encontró ante la posibilidad de cultivar coca, única planta que le retribuiría por sus inversiones. Sin embargo, desechó el plan por consideraciones éticas, pues no estaba dispuesto a drogar a la juventud.
Finalmente, el pequeño agricultor levantó las manos porque se le agotaron el capital y la paciencia. Ya sin un centavo pensó retornar a Estados Unidos para empezar de nuevo y recuperar diez años perdidos. Entonces decidió vender su terreno y sus mejoras, que le habían costado cerca de cien mil dólares en diez años. Ofreció su propiedad en venta, pero ahora se encuentra con que no puede vender su terreno debido a las leyes vigentes. Sin embargo, un comprador cocalero le ofrece pagar cinco mil dólares mediante una operación clandestina previa autorización de la “comunidad”.
Ante tan dramática situación, el frustrado agricultor que quería aportar para la “seguridad alimentaria” del país, se ha visto obligado a retornar a trabajar al país donde tiene las garantías del caso. Asegura que la tierra no le da renta, que no tiene garantías para trabajar, no existe mercado de consumo, no puede dedicarse a cultivar coca, que su terreno es asaltado por avasalladores, los cultivos son saqueados, sus equipos son destruidos… En síntesis, dedicarse a la agricultura en esas condiciones constituye un fracaso, en la misma forma que ocurre con muchos otros agricultores que desean retornar a la tierra y producir.
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