En algo más de un mes, el 10 de octubre, cumpliremos treinta años de vivir en continua democracia; un tiempo que ha servido, además, para darle valor a la libertad; un tiempo en que se esperaba habría cambios de consideración, especialmente con batallas frontales contra la pobreza y el subdesarrollo hasta, finalmente, salir de la postración y dependencia en que nos encontramos; treinta años de nuevas esperanzas, de alguna corrección de lo malo hecho, perfeccionamiento de lo bueno y una especie de apertura en el nuevo tiempo para realizaciones.
Desde casi la fundación de nuestra República, hemos vivido las contingencias, por turnos de gobiernos constitucionales e ilegales; nuestra democracia y nuestras libertades han vivido diversas etapas de dificultades, aunque las esperanzas de mejores tiempos no han periclitado en momento alguno; sin embargo, no alcanzamos los objetivos siempre esperados. Los gobiernos constitucionales llegaron a palacio con la certeza de que su duración sería efímera y, por su parte, los dictatoriales también sujetos a caprichos y decisiones de “cuadros superiores del militarismo” que tenía lista la “espada de Damocles” para que los “turnos” sean norma y cada quien, de acuerdo con sus ambiciones o de su grupo, surja como “salvador” de la situación creada por ellos mismos, porque los males de la corrupción y la ineficiencia fueron acrecentándose en el día a día.
¿Cuánto hemos valorado las libertades habidas en los gobiernos democráticos? ¿Cuánto extrañamos cuando las perdíamos o vivíamos condicionados a que en cualquier momento se esfumen, “en interés de las mayorías”, como se pretendía convencer al pueblo? Muchas veces, en el transcurrir de los diversos regímenes, pareció que surgía el criterio de que “había que cambiar la Constitución” (como si ella, cualquiera que fuere, fuese culpable de los yerros cometidos por los gobiernos de turno) y se cambió muchos textos de acuerdo con conveniencias de partido o de grupo, pero los yerros subsistieron y, en casos, crecieron desproporcionadamente.
Conforme al transcurrir del país, no se supo valorar ni vivir las libertades logradas o, en casos, sólo sirvieron para “crear nuevas condiciones” que implicaron mayor desgaste de la economía, más división entre los bolivianos y mayor práctica de la corrupción porque “había que aprovechar el momento” con gobiernos legales “porque, se creía, duraría sólo cuatro años” y, en dictadura, nadie sabía cuánto; pero era buen tiempo para aprovechar lo que los corruptores incitaban a realizar a los corruptos que en cada régimen llegaron a sumar cientos. Triste destino y peregrinaje de un país que siempre mereció ser tratado como Patria de todos.
Hoy, con ligeras diferencias, vivimos los yerros del pasado; sentimos las promesas demagógicas de siempre y vemos, cada vez más azorados, cómo los males se ciernen en detrimento general. Se anuncia cambios, pero sin que cambien quienes podrían ser sus ejecutores o realizadores. El pueblo, como siempre, inocente y esperanzado, aunque las esperanzas sean como nubes que se diluyen en pocos minutos, porque están sujetas a los caprichos de los vientos que las trasladan o hacen que desaparezcan. Entretanto, el pedido de siempre, cambiar en mérito y razón del bien común, entender que todos somos hijos de la misma Patria y que ella merece lo mejor y no las mejores maneras de causarle más daño.
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