Los cooperativistas quisieron mostrar su superioridad numérica, recorrieron el centro de La Paz haciendo detonar petardos y cachorros de dinamita. Lamentablemente, en un amago de enfrentamientos con los asalariados se cegó la vida de un joven minero.
Podía haberse convertido en una de las marchas más comentadas de los últimos meses, por el número de convocados y, de pronto, la muerte de Héctor Choque, minero asalariado de 22 años, quien trabajaba en la Mina de Colquiri, pasó a ser noticia de primera plana.
La marcha que serpenteó las principales calles de la sede de gobierno, se extendió por más de 50 cuadras porque los cooperativistas querían dar un golpe de impresión que impacte por el número, por eso se ubicaron en filas de tres (dos personas junto a la acera y otro al centro). Algunos marcharon en filas de cuatro y pocos con cinco en fondo.
El redactor de El Diario hizo la cuenta paciente anotando cada detalle en la libreta redondeando cifras y llegó a la suma de: 32 mil cooperativistas.
“Somos 50 mil, hemos llegado de todas partes”, afirmó uno de los marchistas. “Somos 80 mil, imposible de contar, hemos venido de todas partes”, afirmó otro de los entrevistados que vio al redactor anotando en su libreta.
Unos desfilaban con guardatojos adornados con la bandera boliviana, la mayoría cargaba una mochila en la espalda. En el recuento se escuchó al menos una centenar y medio de detonaciones de cachorros de dinamita y un millar de petardos.
La Policía había tomado algunas previsiones, no todas, de manera que en el frontis de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros se contabilizó a 200 efectivos, insuficientes en el momento de la fatalidad.
Eran las 11.32 cuando llegó el dinamitazo que terminó por cobrar una vida. Hasta entonces, los asalariados, que se había apostado en una especie de terraza de su Federación; en El Prado; respondían insulto con insulto, provocación con provocación, hasta que, probablemente, la propia víctima en el intento de devolver un cachorro de dinamita le habría explotado en la mano.
En ese momento la Policía intervino decididamente, echó gases a los marchistas, muchos retrocedieron, el ambiente se hacía insostenible, irrespirable y corrieron los que presenciaban la escena, los que pasaban por allí y la marcha cambió de curso doblando hacia la calle Loayza.
“No corran, no retrocedan. Si han venido es para marchar no para retroceder, nada de cobardes”, arengó uno de los trabajadores mineros.
El conflicto del momento y los gases detuvo el ritmo de la marcha, algunos, en el afán de escaparse no dudaron en pisar la jardinería central, otros se sentaron en el pretil de la acera mientras el sol caía en forma vertical.
Las vendedoras de los kioscos advirtieron la gran demanda de cigarrillos para contrarrestar el humo de los gases lacrimógenos. Una señora sacó de su bolso una latita de Mentisán y colocó el ungüento en las fosas nasales de cuantos veía llorosos, no faltaron los niños curiosos que, por alguna razón, no retornaron a sus casas y deambulaban por inmediaciones de El Prado.
Los que están acostumbrados al estallido de los cachorros de dinamita saben el momento que deben protegerse. No todos manejan lo cachorros, lo hacen los más expertos, echan el objeto en el piso, corren unos metros atrás o adelante y se tapan los oídos.
Un hombre de aproximadamente 70 años intentó en la esquina Almirante Grau y El Prado pasar de una acera a otra sin escuchar la advertencia. El cachorro de dinamita explotó a tres metros de él, lo dejó atontado y asustado. “Son ustedes unos imbéciles, porque no van a la casa de los gobernantes a echar sus dinamitas, respeten esta ciudad”, protestó. Los marchistas lo miraron e ignoraron.
Por alguna razón la marcha no intentó llegar a la Plaza Murillo, parecía que la consigna era atemorizar a la población paceña, mostrar que eran muchos y no estaban dispuestos a las concesiones, de manera que en el trayecto de retorno decidieron instalarse en la Plaza de San Francisco.
Los carteles, casi con el mismo tenor, fueron hechos en cartulinas blancas. En una hoja impresa que se repartía a los curiosos se explicaba la posición del sector cooperativo y su aporte al país. “Estamos con el proceso de cambio”, “Que se respete la Constitución Política del Estado”; decían los carteles, mientras algunos ensayaban algunos estribillos destacando la presencia de determinados grupos cooperativistas.
Los ciudadanos protestaban, mascullaban algunas palabras en contra de los marchistas, pero éstos parecían tener la consigna de no responder. “Por qué no marchan en Colquiri, qué tenemos que ver nosotros en este caso”, expresó uno de los ciudadanos. No hubo respuesta.
Cerca al mediodía una empresa que fabrica sachets de agua repartió al menos tres millares de bolsas entre los marchistas, éstos consumieron el producto y dejaron las bolsas a su paso.
A las 12.30, el redactor concluyó su conteo, los últimos doblaban la calle Bozo para seguir por la avenida Montes. Constató la libreta y anotó el último millar para marcar la cifra final: 32 mil marchistas.
En el retorno dialogó con varios de los cooperativistas. “En algún lugar vamos a dormir, algunos tienen familiares, otros irán a alojamientos y también puede darse el caso de dormir en alguna plaza”, dijo uno de los dirigentes. A esa hora, la mayoría buscaba un lugar para comer.
“De acuerdo con nuestras posibilidades. Unos tienen más y otros menos. Seguramente el almuerzo será de 10 bolivianos para la mayoría. Ahora hay que buscar”, dijo uno de los cansados marchistas que pronto se dio cuenta que en el Mercado Lanza no había dónde almorzar, pero en las inmediaciones sí.
Pasadas las 13.00 el clima de tranquilidad volvió a La Paz, se había acabado las explosiones, pero los medios de comunicación radial empezaban el recuento y se hablaba de un herido grave y otros seis más entre los asalariados.
Hombres con casco de mineros, niños que salían de algunas escuelas, oficinistas que salían de sus fuentes de trabajo y amas de casa temerosas de escuchar otro dinamitazo, se juntaron a esa hora. Parecía que nada había pasado, pero no, habían pasado muchas cosas en una marcha que terminó con un muerto, suficiente para ablandar el corazón de muchos, tal vez no de las autoridades.
A mis espaldas escuché un comentario que me erizó los cabellos: “sabes hermano, me estoy acostumbrando a los dinamitazos”, “no digas eso hermano, pensá en tus hijos”, le respondió el amigo.
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