Juan Bautista Del C. Pabón Montiel
En Bolivia se muere de todo. Se muere en prisión, como el caso de don Guillermo Fortún, solamente se da paso o auxilio en las puertas de la muerte. Se muere en los caminos de los yungas, en las clínicas, en los hospitales por negligencia u omisión. Naturalmente no en todas, pero se muere. En las manifestaciones, si no se muere, lo mínimo que le sucede a un transeúnte es quedar sordo, manco o minusválido. No se muere en los aviones, porque es más seguro viajar en ellos. Embarcarse en un bus a Oruro, es para rezar el Santo Rosario, a fin de llegar vivo a destino.
En nuestro país la muerte es algo natural; en particular los fallecimientos prematuros, de vidas útiles que podían servir a la Patria. La muerte es humana, ningún ser es inmortal. En Bolivia si no se sale en busca de trabajo al exterior, se muere de hambre, aunque repitan la letanía de que se ha “erradicado” (*) la pobreza. Muchos murieron en el exilio; la mayoría volvió a la tierra, durmiendo para siempre. Este trágico sino acribilla a Bolivia desde su fundación, porque ella no acabó con la muerte certificada de la vida política nacional.
Hoy ha muerto un minero con la sentencia del dinamitazo, cual símbolo de otros tiempos del coraje del hombre de las minas. Con la diferencia que ya no son los llamados barones del estaño los que hacen matar sino que son los mismos mineros los que se matan, disputando por el hambre insaciable de vidas de la veta Rosario. Pónganle cualquier nombre, señores, es muerte, como la noche en que vivimos casi dos siglos matándonos.
“Se vive en el país como chacales y se muere como leones”, sentenció algún pensador cuyo nombre no recordamos porque las lecturas de la juventud nos dejan quietos con aforismos fúnebres. Tenemos falta de autoestima, un desprecio por la vida que se da como única receta en nuestra nación. Desde el caminar por las arterias de la Patria, hasta subir a un camión, como florero humano, estamos buscando afanosamente morir. ¿Por qué? Debe haber una profunda razón psicológica para que los bolivianos seamos como suicidas en potencia. Desde el beber inmoderadamente, hasta crucificarnos o hacer verdaderas huelgas de hambre.
Estamos ante el abismo de la muerte, no sólo por los atracos diarios en las capitales del llamado eje central, sino en todo lugar, salimos con la mortaja en la mano, o con el certificado de defunción en trámite. Jean Valtin, en aquella obra fenomenal llamada “La noche quedó atrás”, contaba que en los campos de concentración nazis la muerte era una cosa simple, incluso se la pedía para huir de la barbarie. ¿Nosotros de qué huimos?
Final: ahí tienen un trabajo menudo los psicólogos y psiquiatras, para desentrañar las causas de la búsqueda temeraria de la muerte, por parte de todos los bolivianos.
Terminamos: ahí está la macabra ofrenda: el muerto de la temporada. Faltaba más, ¿verdad?
(*) Se erradica las enfermedades, no la pobreza.
Puerto Suárez - Santa Cruz, Bolivia.
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