Por Marcelo Arduz Ruiz
Aunque comúnmente se piensa que el culto a la milagrosa Candelaria Morena de Copacabana, se inicia el 2 de febrero de 1583 cuando fuera entronizada a orillas del Titicaca, luego que Francisco Tito Yupanqui la trasladara caminando desde la Villa imperial de Potosí donde la había modelado; antiguos documentos que cursan en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Lima, prueban que la sucesión de los milagros que obrara en el nuevo orbe, comienza desde el arribo mismo a Túmbez de los cristianos procedentes de la otra orilla del océano, cuando la virgen apacigua a los feroces jaguares y pumas (tigres y leones, dicen las crónicas) que los incas soltaron para que devoren a los intrusos extranjeros, anoticiados como estaban con su llegada.
Los cronistas culteranos de la época, se ocupan en apuntar que el primero en descender de la nave sería el capitán Pedro de Candia, portando en lo alto una cruz, que al verla las hambrientas fieras se postraron a sus plantas lamiéndole mansamente las manos, afirmando que los “indios” asombrados con tal prodigio, lo condujeron hasta un cercano sitio sagrado (“guaca”) rodeado de oro y abundantes piedras preciosas, que según le dijeron eran traídas desde una alta y gran laguna rodeada de montañas nevadas, siguiendo hacia las tierras situadas hacia el sur...
Casi inmediatamente a la caída de Cajamarca, este personaje acompañado por una pequeña patrulla de soldados, parte comisionado por Pizarro en búsqueda del legendario país del “Ophir” de cuyas riquezas se habían anoticiado ya en centroamérica durante el penúltimo viaje, pero habiendo ingresado por la selva cusqueña pierde el rumbo, internándose entre las candentes madreselvas del gran Paititi (ex Mojos) donde contrajo un extraño mal, que poco después de retornar al Cusco acabaría con sus días; no sin antes haber contagiado a sus compañeros de aventura las febriles ansias de encontrar El Dorado que él nunca lograra alcanzar.
Y, para los incrédulos que pudieran recibir con escepticismo estos relatos, hoy en día la cruz de Candia todavía se la exhibe y se la puede tocar, en una de las paredes laterales de la “Capilla del Triunfo”, edificada al lado de la Catedral en la Plaza de Armas de la antigua capital del Tawantinsuyo; en el mismo sitio donde polvorientos folios dan cuenta que el 21 de mayo de 1535, en momentos que los cristianos acorralados durante el cerco del Cusco iban a perecer en un incendio provocado por los incas, apareció en los cielos la virgen de Copacabana apagando las llamas con una leve llovizna, mientras el Tata Santiago montado a caballo cayó sobre la inexpugnable fortaleza de Sacsahuaman, fulminando cual un rayo las poderosas huestes incaicas.
En la actualidad, a ambos lados del ingreso a este templo, subsisten dos lápidas, con inscripciones en piedra referidas a los milagros de la Virgen y el “Tata” Santiago, las imágenes más reverenciadas hasta nuestros días dentro del orbe andino, entre la multitud de imágenes religiosas que los españoles trajeron al Nuevo Mundo…
Estos milagros, se hallan registrados como hechos históricos en los escritos de Guaman Poma, Garcilaso, Gómara, Bocio, Botero, Torquemada, Acosta y otros, en páginas que parecen arrancadas de las páginas del realismo mágico latinoamericano más que del barroquismo mestizo que por aquel tiempo ya comenzaba a aflorar; motivando también a uno de los clásicos de la llamada Época de Oro de las letras españolas, el insigne Pedro Calderón de la Barca, a plasmar estos pasajes en el único drama sacro de inspiración americana (entre cerca de un millar que se atribuyen a su fecundo estro), dedicado íntegramente al despuntar de la fe en el nuevo orbe, bajo el título de “La Aurora de Copacabana” (Madrid, 1651).
El mismo emperador Carlos V, conmovido por los acontecimientos que consolidaron la nueva fe en América, extendió a favor de la antigua sede del Tawantinsuyo el título de “la
muy noble y muy leal”, junto a su primer escudo de armas que consta en el Archivo General de Indias, en Sevilla, sustituido en tiempos republicanos por la llamada placa Echenique; además de donar a la ciudad que había logrado la adhesión de los nativos a la nueva fe, una bella talla de la Candelaria de
Copacabana que hasta hoy se la puede apreciar en la nave central de la Catedral del Cusco, cuya foto hoy se publica por primera vez en Bolivia por gentileza del custodio del arte sacro cusqueño Dr. Jorge Escobar Medrano...
Sin ánimo de menoscabar lo que la tradición religiosa consagra como valedero hasta hoy, se establece claramente que la Virgen de Copacabana era ya conocida y venerada desde cerca de medio siglo antes de la modelada por Yupanqui, no solo como preciada Patrona de la antigua capital de los incas, sino también de la luz que desde aquel sitio comenzaba a irradiar su candela por el mundo entero, siendo declarada años más tarde por el gran Arzobispo de Lima Santo Toribio, Patrona de todos los dilatados territorios del antiguo Virreinato del Perú, según consta en 1660 en el título de la obra del cronista Gabriel de León.
Esto, constituye una fehaciente prueba que su culto en América es anterior al de Candelaria (difundido hasta ese momento únicamente en el viejo mundo), y no así como se continua interpretando hasta nuestros días a través del consabido texto de Ramos Gavilán (1621), como copiada del modelo extraído de un templo potosino. Tampoco es casual la fecha de su entronización el 2 de febrero, tratándose por tanto de la Candelaria por antonomasia, de la cual provienen todas las demás en suelo americano.
Pese a que la escultura de la Virgen de Copacabana de la Catedral del Cusco mantiene prelacía en relación a la del Titicaca, el mérito de Francisco Tito Yupanqui radica en que, siendo descendiente en línea directa de los reyes incas, decide modelar la imagen de la virgen con sus propias manos y con una técnica heredada de sus antepasados (el maguey) y no así con las artes europeas con las que fuera adiestrado en Potosí, lo cual facilitaría la adopción masiva de la nueva fe entre sus súbditos.
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