Investigaciones diversas sobre estas fiestas giran alrededor de que se realizan aproximadamente 800 al año en La Paz y en todo el territorio 1800, pero solamente con carácter de aproximación, por la complejidad de cálculo que crea su creciente proliferación. Tanto la Alcaldía, la Gobernación y dependencias del Ministerio de Cultura explican que estas manifestaciones se originan en motivos de devoción hacia algún santo o virgen de la fe católica, de preferencia en los distintos barrios y zonas populares de la ciudad, con celebraciones de misas, procesiones y bailes. Sin embargo, para la población paceña y la opinión pública la connotación religiosa ha pasado a un segundo plano, para dar rienda suelta a la diversión y el copioso consumo de bebidas alcohólicas.
Estas fiestas callejeras optan por una determinada danza folclórica para su identificación más notoria, al abrigo de que Bolivia aventaja a sus vecinos con un muestrario nutrido de folclore autóctono y de ahí que se deba exhibirlo en la vía pública en “presteríos” y en las numerosas “entradas” del año. Si bien las danzas folclóricas enriquecen el patrimonio intangible nacional, su uso y abuso cae en excesos diversos. Uno de ellos es el recargamiento de adornos y oropeles que desvirtúan los trajes originales hasta hacerlos irreconocibles, transformación que se da en directa relación con el poder económico de las comparsas. Por supuesto que la adecuación a estas modas es menos perceptible en las zonas marginales cuando tiene lugar su celebración.
Otro exceso son las molestias que ocasionan a la vecindad no participante de lo que está degenerando en ritualidades paganas-populares, no sólo por el estruendo de las bandas que las amenizan, sino por el consumo de alcohol, generalmente por varios días. Esto deriva en borracheras colectivas, escándalos, convierte a calles y plazas en letrinas públicas e inclusive se las cierra a la circulación de motorizados para comodidad de bailarines y bebedores. Obviamente estas festividades van de la mano del mal ejemplo a los menores, que por lo general acompañan a sus padres, quienes, desentendidos del todo, pierden entre la multitud a sus hijos de corta edad.
No son pocos los que pasan la factura de estos hechos a la Iglesia Católica por la conexión que tienen con el calendario santoral. En verdad que si los párrocos recomiendan mesura y prudencia, no se conoce una determinación oficial de los prelados, sin descartar la merma de creyentes que acarrean tan desvirtuados actos.
Tampoco está ausente el comercio, en especial el de bebidas, con destaque de la cerveza. Las fábricas correspondientes han tendido una red para identificar las villas o asentamientos nuevos o en formación para incentivarlos al efecto, donando las bandas de música, la bebida de su sello y otros insumos a fin de establecer la costumbre que, siendo tal, reditúa periódicamente enormes ventas de su producto. Existiendo una ley contra el consumo excesivo de alcohol -que por ahora nadie cumple- el GMALP y la Gobierno Central deberían tener el camino expedito para evitar incitaciones a la bebida.
Otro factor no menos llamativo, es que los prestes de alto vuelo aprovechan estas ocasiones para hacer ostentación de riqueza, al extremo de contratar conjuntos, cantantes u orquestas no sólo de la Argentina, Brasil y otros, sino de latitudes lejanas como México, para actuaciones exclusivas en los recintos elegidos. Estos potentados de nuevo cuño cubren en metálico el transporte aéreo, el hotel y naturalmente los honorarios de los actores. Este derroche rayano en la extravagancia por supuesto que nada tiene de cristiano en nombre de algún santo o virgen. Lo cristiano sería donar esos recursos a una obra de caridad o de auxilio social.
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