El concierto de los animales



Aten­ción no­ble au­di­to­rio, que el co­ro se vie­ne pre­pa­ran­do.

Y han de dar gra­cias cuan­do oi­gan

las can­cio­nes que les va­mos a can­tar.

En la cor­te de su ma­jes­tad el León, en el día de su cum­plea­ños, unos cuan­tos ani­ma­les dis­pu­sie­ron ofre­cer en su ho­nor un con­cier­to de mú­si­ca; y pa­ra el ca­so, con­vo­ca­ron a al­gu­nos ani­males, se­gún ellos, do­ta­dos de una me­lo­dio­sa voz.

Co­mo en es­to de ele­gir los pa­pe­les ade­cua­dos

no to­das las ve­ces se tie­ne el acier­to ne­ce­sa­rio, se ol­vi­da­ron del Rui­se­ñor, del Mir­lo, tam­po­co se acor­da­ron, de la Ca­lan­dria, ni se acor­da­ron, ni se men­cio­nó al Jil­gue­ro y al Ca­na­rio.

Me­nos há­bi­les can­to­res, aun­que más de­ter­mi­na­dos cier­tos ani­ma­les se ofre­cie­ron to­mar

par­te del con­cier­to.

An­tes de lle­gar la ho­ra del cán­ti­co pro­yec­ta­do

ca­da mú­si­co de­cía: “Us­te­des ve­rán que con­cier­to”.

Y al fin, el gru­po co­ral se pre­sen­ta en el es­tra­do, com­pues­to de los si­guien­tes dies­trí­si­mos mú­si­cos: Los tri­ples eran dos gri­llos; la ra­na y la ci­ga­rra, con­tral­tos; dos tá­ba­nos, los te­no­res; el cer­do y el bu­rro, los ba­jos.

Con qué agra­da­ble ca­den­cia, con qué acen­to de­li­ca­do la mú­si­ca so­na­ría, y no es me­nes­ter

pon­de­rar­lo; bas­ta de­cir en el au­di­to­rio los más

las ore­jas se ta­pa­ron, y por res­pe­to al León

di­si­mu­la­ron el chas­co.

La ra­na, al ver el sem­blan­te de los con­cu­rren­tes bien se dio cuen­ta, que ha­bían de ser muy po­cas las pal­ma­das y los bra­vos, en­ton­ces, sa­lien­do del co­ro di­jo: “¡Có­mo de­sen­to­na el as­no!”

Es­te re­pli­có: “los tri­ples sí que es­tán de­sen­to­nan­do”. “Quien lo echa to­do a per­der (aña­dió un gri­llo chi­llan­do) es el cer­do”.

“Po­co a po­co, res­pon­dió lue­go

el ma­rra­no): na­die de­sa­ti­na más que la ci­ga­rra

con­tral­to”.

“Ten­ga mo­do y ha­ble bien (sal­tó la ci­ga­rra):

es fal­so; esos tá­ba­nos te­no­res son los cau­san­tes del da­ño”.

Cor­tó el León la dis­pu­ta, di­cien­do: ¡pa­ren be­lla­cos!

“An­tes de em­pe­zar la sol­fa, us­te­des ya es­taban ce­le­bran­do pa­ra sí los aplau­sos y los bra­vos, co­mo si el co­ro hu­bie­ra lo­gra­do gus­tar al pú­bli­co; mas vien­do ya, que el con­cier­to

es un in­fier­no abre­via­do, na­die quie­re asu­mir

su error, y a los otros ha­cen car­gos.

Ja­más vuel­van a po­ner­se en mi pre­sen­cia:

¡Már­chen­se!

Que si otra vez me can­tan, ten­gan por se­gu­ro que se las ve­rán con­mi­go”.

Moraleja. Es­te mis­mo ejem­plo su­ce­de cuan­do mu­chas ve­ces cul­pa­mos de los fra­ca­sos a nues­tros se­me­jan­tes, sin to­mar en cuen­ta nues­tros erro­res y de­fec­tos.

 
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