Cuento aymara recreado por Alejandra Alcoreza
Era el mes de abril y ya se aproximaba mayo, era tiempo de cosecha en el campo. Había un tiempo en el que los animales hablaban el lenguaje de los humanos.
Achako, el ratoncito del campo, observaba con mucha curiosidad las idas y venidas de su amigo y paisano Jamachi, el pajarito reilón.
–Chip, chip, chiir. . . reía a carcajadas el Jamachi, feliz de ver el diáfano cielo azul y el radiante sol que todo iluminaba y calentaba deliciosamente.
De la rama de un árbol al camino por donde transitaban los campesinos, cargados de los productos que cosechaban, iba y venía Jamachi, el pajarito juguetón.
Había bastante para comer, había comida por todo lado y nadie podía morir de hambre, era pues la época de cosecha, de los buenos frutos. Todos cosechaban a más no poder y gran parte de los frutos los guardaban en sus graneros para la época de invierno, de escasés.
Achako, el ratoncito campesino, no era la excepción. El también estaba atareado, recogiendo lo que podía para guardarlo en su pequeña cueva. No quería pasar hambre en la estación fría. Pero, de rato en rato, se detenía para observar a Jamachi, quien, en vez de llenar su dispensa de alimentos para la larga temporada seca, se ocupaba de comer hasta saciar su hambre y listo; luego se dedicaba a pasear entre los cultivos, siempre jugueteando y riendo, sin detenerse a pensar en la fría estación que se venía.
–¡Ey! Tú, Jamachi, ¿qué haces? –le preguntó un día, Achako a su amigo.
–¡Ah! Hola, Achaco, ¿cómo está? –respondió Jamachi, volteando su cabeza encrestada hacia el roedor.
–Aquí, trabajando como de costumbre, y tú, ¿a qué te dedicas ahora? Insistió Achako.
–Estoy descansando, haciendo mi siesta; luego volaré donde los campesinos que están cosechando frutos.
–¿Así? ¿Vas para ayudarles?– inquirió con tono de burla el ratón.
–¿Para ayudarles? Chip, chip, chiir. . . respondió haciendo a un lado su oscura cresta al mismo tiempo que soltaba una carcajada que resonó en el lugar.
¡No, qué va! Yo no sirvo para esas cosas. Solo voy a curiosear y de paso a servirme granos frescos que ellos siempre dejan regados por ahí. Hay que aprovechar, ¿no? –agregó, sacudiendo su plumaje café y bostezando un tanto aburrido.
–¡Ay! Jamachi, mi amigo. ¿Cuándo cambiarás de conducta? Luego viene el invierno, cuando ya no hay nada y no sabes qué hacer, bueno. No me queda más tiempo para reproches, debo seguir trabajando o de los contrario seremos dos los que estaremos en serios apuros cuando nos sorprenda el invierno. Adios –concluyó Achako– y se marchó corriendo cuesta abajo, en dirección al río.
Y así, pasó el mes de mayo y parte de junio; el crudo invierno empezaba a hacerse sentir cada vez con mayor rigor.
Pasaron los días y encontramos a Jamachi parado en medio camino, suplicando que alguien, algún campesino pasara por allí y le diera algo de comer, pero sin éxito.
Tiritando de frío y con su cabeza encrestada metida entre los hombros, con los ojos rojos, por sus constantes noches de insomnio, preocupado por el alimento que no encontraba en el campo, Jamachi se fue dando pequeños saltos hasta el refugio de su amigo Achako. Tocó la puerta y cuando el ratoncito salió a abrirle, Jamachi quiso meterse a la cueva de su amigo.
–A ver, pajarito, ¿qué te pasa; estás borracho? –le preguntó el roedor a su amigo, reteniéndolo por el ala.
–¡Ay, Achako! No sabes cuánto sufro, porque no tengo qué comer y me muero de frío, se lamentaba Jamachi. ¬¿No podrías prestarme algo de comer? Decía el afligido pájaro.
–No tienes qué comer ahora, porque en tiempo de cosecha sólo estuviste volando y correteando de un lado a otro, riendo, siempre riendo de todo y de nada, despreocupado. Y ahora, tiempo difícil para todos, vienes a lloriquear, a pedir comida. ¡Qué disparate!
–Respondió Achako.
–¡Buaa! Achaco, mi amigo, no me reproches, tienes toda la razón. Snif, snif. ¿Qué culpa tengo si soy flojo para recolectar mi alimento y, además, no tengo donde guardarlo. –Lloriqueaba Jamachi, enjugándose ruidosamente las lágrimas que le brotaban a borbotones de sus ojillos redondos.
–¡Cállate, insensato! –ordena Achako, molesto por los lamentos y por el incontenible llanto del pájaro del campo. Ríe que ríe en el tiempo de la cosecha, y en invierno: Préstame arriba, préstame abajo– resonga, una vez más, el ratoncillo. –¡Hasta cuándo no vas a aprender!, agrega.
Y compadecido por el estado lamentable en que se hallaba su amigo, se fue a los depósitos de su cueva y sacó unos granos de maíz y trigo y se los dio a su amigo. Este, ni corto ni perezoso, se los comió con gran apetito. Agradeciendo el noble gesto de Achako, se fue volando con la panza llena.
El ratón del campo pensó para sus adentros: “Mañana volverá con la misma cantaleta, del préstame, no tengo qué comer. ¡Que barbaridad! Nunca aprenderá. Cerró la puerta de su cueva tras de sí y se fue a dormir para tratar de olvidar los infortunios de su amigo Achako.
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