Había una vez en Erica un rey que era muy desgraciado. Era un gran conquistador, rico y muy apreciado, pero no tenía ningún hijo y esto lo mortificaba mucho. Cansado de reinar hizo construir un magnífico palacio en una isla lejana y se retiró a vivir en él. Un día un mercader llegó al palacio conduciendo una esclava tan hermosa que cuando el rey la vio, dijo inmediatamente que se casaría con ella. Se la llevó para regalarle joyas hermosísimas, magníficos vestidos y la instaló en el mejor departamento de su palacio, cuyas ventanas miraban hacia el mar. Sin embargo, la joven no le dirigió jamás una palabra: no hablaba con nadie.
Todos los días se sentaba frente al mar y pasaba las horas contemplando silenciosamente. Así pasó un año, al cabo del cual nació un varoncito. El rey se puso tan contento al saber que tenía un hijo, que se arrodilló a los pies de su mujer y le dijo:
–¡Mi reina adorada! ¿Por qué no me hablas? Lo único que me falta para que mi felicidad sea completa, es oír el metal de tu voz.
Entonces la antigua esclava sonrió y dijo:
–¡Oh! mi rey. Me habéis tratado con bondad y ternura desde que me trajeron como esclava a tu palacio. Pero piensa cómo sufrirá una princesa real a quien han vendido como esclava.
–¿Cómo? ¿Eres acaso una princesa? –exclamó el rey.
–Soy la Rosa de los Mares –respondió orgullosamente la joven.– Mi hermano el rey Silah, reina en el más rico imperio submarino, pero desgraciadamente nos hemos enojado. El año pasado invadieron nuestro país y destruyeron nuestro palacio, y temiendo que yo cayera en manos de los enemigos, mi hermano quiso casarme con un príncipe terrestre. Esta decisión me disgustó mucho y resolví escaparme de las profundidades marinas y llegué a vuestras costas donde un mercader me encontró y me condujo a su palacio vendiéndome como esclava.
–Pero no os he tratado como a esclava– interrumpió tiernamente el rey.
–No– respondió del mismo modo la Rosa de los Mares, y porqué habéis hecho de mi vuestra reina y me habéis querido tiernamente no me he arrojado de nuevo al mar para reunirme con mi hermano, como era mi intención hacerlo. Ahora que tenemos un hijo llamaré a Silah para mostrárselo.
La Rosa de los Mares a un criado le trajera un brasero con carbones encendidos y sacando de un cofrecillo un montón de pequeños granos echó en el fuego. En seguida se levantó una columna de humo que salió por la ventana mientras la reina pronunciaba unas palabras en un idioma desconocido. El mar comenzó a agitarse y luego se separaron las olas dejando pasar un joven de gallarda figura, magníficamente vestido, y cuya cabeza estaba ceñida por una corona de oro. Detrás suyo venía un numeroso séquito que lo siguió hasta el palacio donde se encontraba la Rosa de los Mares.
–Querida hermana– dijo el rey Silah. He vencido a todos nuestros enemigos. Ahora puedes volver y casarte con un Príncipe de los Mares.
–Ya soy casada– respondió la joven, éste es mi marido, el rey de Erica, y éste es nuestro hijo.
Silah tomó el niño en sus brazos y salió corriendo. El padre de la criatura se precipitó para seguirlo, pero su mujer lo detuvo diciendo:
–No temas, Silah está haciendo lo que yo iba a hacer también. Quiere saber si nuestro hijo puede vivir dentro del agua como todos los habitantes del mar.
Así era en efecto, pues un momento después volvió Silah trayendo en sus brazos al pequeñuelo que reía de contento, por haber respirado el agua salada con la misma facilidad que el aire. Ni una gota de agua mojaba su ropa.
–¡Qué día maravilloso!– exclamó el rey de Erica. Si no hubiera visto con mis ojos todas estas cosas no las hubiera creído.
Pero su alegría no duró mucho al ver que no podía acompañar a su mujer a las excursiones submarinas y nunca llegó a conformarse de no ver las maravillas que ésta y su hijo le describían en interminables relatos.
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