Es sabido que la organización social de la Edad Media era corporativa. Los distintos oficios y profesiones constituían corporaciones con derechos y obligaciones específicas, cuya importancia variaba según las características de una especie de ciudades-estado bajo la autoridad de alguno de los diferentes niveles nobiliarios o de los territorios a cargo de dicha jerarquía. El régimen corporativo concluyó del todo en su acepción esencial como efecto de la Revolución Francesa, desapareciendo del escenario político como organización social.
Este hecho tampoco fue repentino ni general y obedeció a la incorporación paulatina de los Estados europeos a la Revolución Industrial de los siglos XVIII y principios del XIX, sustituyendo la burguesía a la nobleza, como clase gobernante, y a las corporaciones por el proletariado.
Contemporáneamente en el Viejo Continente hubo un intento de resurgimiento del corporativismo por quienes concebían una organización social equidistante del capitalismo y del trabajo, de la burguesía liberal y del socialismo comunizante, fenómeno iniciado a mediados de los años 20 del Siglo XX hasta poco después de la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial. El régimen corporativo tuvo lugar en especial en Italia, España y Portugal, países que epilogaron reproduciendo el modelo socio económico de Occidente, mientras la Unión Soviética y China Popular asumían su propio andamiaje socialista.
En nuestros días el lenguaje partidista de campaña desfigura la denominación corporativa con fines de consumo masivo. De ahí proviene la desinencia de corporativismo a los organismos sociales que actúan a manera de base social negociada de los gobiernos. En nuestro país se inscriben tradicionalmente como tales los cooperativistas mineros, los transportistas y determinados sectores campesinos. El llamado corporativismo disfruta por tanto de la protección de tales gobiernos con toda clase de privilegios y prebendas. No hace mucho se da el nombre de corporación a grupos de carácter económico, temática aparte y muy distinta.
La organización social contemporánea es inconcebible sin los sindicatos de trabajadores y de empleados que, en su sentido cabal, buscan el logro de reivindicaciones socio-económicas dentro del Estado de Derecho. No obstante, el sindicalismo no está libre de desfiguraciones hasta confundirse con una suerte de “dictadura sindical” bajo el aliento de ciertos esquemas de gobierno, quedando marcados con un sello incontrovertiblemente político que rebasa sus funciones específicamente sindicales.
No es raro que dentro de las fronteras nacionales hubieran encontrado su fisonomía más típica de dicha desvirtuación, con perdón de los sindicatos propiamente tales, en el mejor sentido de la palabra, aunque sean los menos. Por descontado que la instrumentación de la masa obrera es obra de algunos menguados dirigentes, capitalizadores de los mayores beneficios y de su escalada a altas situaciones de gobierno. Este cuadro recibe el impropio calificativo de corporativismo.
Cuando hace algunos días nos referíamos en un artículo al estilo sindical del actual Gobierno, lo significábamos en el sentido obvio del sindicalismo deformado y, por supuesto, no como modelo de sindicalismo puro, portador de valores genuinamente sociales. Un sindicalismo propiamente tal no puede actuar de claque y comparsa de ningún gobierno.
El autor es abogado y escritor.
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