Pedro Domingo Murillo, el revolucionario, el emancipador, es una de las figuras cumbres de la historia nacional, pero también una de las más vilipendiadas. Los grandes hombres jamás escaparon a la crítica malsana ni a la desvirtuación de sus actos, para mostrarlos no pocas veces como personajes contradictorios. Las obras de envergadura siempre han tendido apologistas y detractores. Sin duda, el gestor de la Revolución Libertadora del 16 de Julio de 1809, Jefe Militar del levantamiento y Presidente de la Junta Tuitiva, que fue, en realidad, el primer gobierno autónomo de la América Hispana, en ese múltiple papel ofrecía y después de 200 años sigue ofreciendo flancos a una crítica mordaz, pero también al examen desapasionado de investigadores serios que han dictado ya un PARA SIEMPRE sobre su conducta y liderazgo. Contra sus detractores se yergue su imagen legendaria y pareciera apostrofarles nuevamente a la vera de un nuevo cadalso: “La tea que dejo encendida nadie la podrá apagar”. Su heroísmo trasciende el ámbito nacional para adquirir estatura continental, reconocimiento que en algunas capitales de Latinoamérica se traduce en bustos erigidos para perpetuar su memoria.
Por lo escuetamente dicho, no puede ser más insólito el afán de cambiar el nombre de la Plaza Murillo por el del líder indígena Túpac Katari, desterrando su monumento a la herrumbre, a la condición indigna de chatarra, pedido que es reeditado esta vez por la denominación de Bartolina Sissa. En verdad, la historia universal no registra un hecho de agravio semejante a la propia memoria fundacional de una Nación. No es concebible autonegarse históricamente, ni la historia se la puede cambiar de la noche a la mañana sólo para ceder a insinuaciones subitáneas, detrás de las que se esconden apetitos de ciertos sectores para atribuirse pírricos laureles étnicos.
Como el cuerpo resulta incompleto y vacío sin el espíritu, así la existencia de los pueblos reclama héroes, porque con ellos su pasado adquiere consistencia y seguridad su futuro. Si un pueblo careciera de héroes tendría necesidad de crearlos para proyectarse en el tiempo. No se puede caminar menesteroso de virtudes en la nutrida variedad ecuménica de pueblos y naciones. Enhorabuena el altar de la Patria está ornado de una galería pletórica de prohombres, que la han construido en un haz que reúne todas las expresiones de sus clases y culturas. Empero, el tráfago de nuestro agitado discurrir ha omitido el debido culto que se les debe y las generaciones se suceden en el olvido y la ingratitud.
Estas actitudes se hacen más carentes de sentido frente a hombres que, como Murillo, personifican la simbiosis mestiza tan propia de los habitantes de estas altitudes y particularmente de La Paz. Si algo nos marca es precisamente nuestro mestizaje biológico o cultural. Murillo es el héroe mestizo por excelencia. Sus detractores iconoclastas ignoran que en la sociedad colonial era un conocido “papelista” y temido de las autoridades como porfiado “defensor de pobres” con el auxilio de su habilidad oratoria, brega en el andamiaje virreinal que poco tiempo dejaba libre a sus trabajos mineros. Esto significa que defendía a gentes humildes por quienes ahora se dice pedir una nueva sentencia condenatoria, más allá del sepulcro. Furtivamente, era -como el que más- autor de los incendiarios pasquines que con ingenio y sarcasmo lograron abonar el camino al levantamiento popular contra los “chapetones”, cuando la hora hubiera llegado, mientras su casa era el centro conspirativo y ponía su modesta economía al servicio de la Revolución. Caro tributo a la libertad no sólo en 1809 en La Paz, sino en el Cusco en 1805.
Lo anterior y la invectiva calumniosa convierte en desconcertante el criminal intento para defenestrar este símbolo preciado de la bolivianidad y si la Asamblea Plurinacional, sin atribuciones legales, materializara ese intento, lejos de tratarse del cambio de nombre de la plaza Murillo, a La Paz se la habrá desnaturalizado en su esencia misma, amputado su sentido cívico y asesinado su espíritu. Los paceños no podríamos empuñar teas cada 16 de Julio y veríamos nuestra magna fecha como un día cualquiera del año, en el despojo más injusto de una politización radical.
Con envidia y vergüenza tendríamos que ver cómo en Cochabamba se glorifica a don Esteban Arze, en Chuquisaca a los hermanos Zudáñez, en Santa Cruz a Ignacio Warnes, en Tarija al Moto Méndez y al resto de patriotas del interior. Mas no creemos que el silencio y la resignación cómplice acompañe los designios de nuestra orfandad espiritual como pueblo. Los paceños debemos dejar la molicie e indiferencia y permanecer de pie bajo el aliento inmarcesible de los Protomártires de América.
(Reeditamos este artículo publicado por EL DIARIO el 26 de septiembre de 2010, considerando que cobra actualidad por circunstancias harto conocidas).
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