Desde el FARO
Mucha tinta ha corrido desde inicios de este octubre para referirnos, sea con tono de celebración o de desencanto, a estos 30 años de democracia inédita en la memoria de nuestra historia republicana. Si bien, en términos históricos, esta continuidad no es poca cosa, el actual Gobierno persiste en su pretensión fundacional del Estado Plurinacional encargado de desterrar el pasado republicano que, en términos de entramado institucional, sigue existiendo como un referente constitucional que lo incomoda.
Mucho ha cambiado en Bolivia desde el borrascoso quinquenio (1978-1982) de transición que precedió a nuestra aún joven democracia. Si aceptamos la idea de que toda democracia es perfectible, conviene preguntarse ¿qué cambios y continuidades registramos en estos 30 años?, ¿fueron cumplidas las promesas que, con decibeles discursivos y demagógicos variados, hicieron los demócratas de ayer y los de hoy al país? Ensayo algunas respuestas, aun a riesgo de incurrir en simplificaciones y omisiones.
Un primer dato es que más de la mitad de la población en nuestro país no sabe de las violencias explícitas y encubiertas que acallaban los principios y derechos reconocidos que los regímenes militares de facto se encargaron de enterrar por 18 años matizados por procesos electorales, en los que se reeditaba la dudosa transparencia heredada desde la universalización del sufragio históricamente reconocido por el MNR. Eso le ocurre a una generación nacida en democracia, cuya única referencia de comparación vivencial de corto plazo es el pasado inmediato democrático, hoy mezquinamente desvalorizado y el cuasi septenio de estabilidad al mando de un partido electoralmente dominante, como el MAS, bajo el mando de un presidente Evo Morales de origen popular.
No hay retorno de los tiempos de dictadura y de gobiernos de facto. Como tampoco hay retorno a aquellos procesos electorales amañados y groseros en sus resultados, que dieron paso a una reforma electoral que, pese a las dudas que hoy renacen, ganaron en credibilidad, transparencia y eficacia.
Si bien la emergencia y empoderamiento de los antes excluidos profundiza y amplía la democracia, no ha cambiado mucho la forma de entender el poder ni las prácticas políticas. No fueron revertidos el caudillismo presidencialista, el clientelismo político, ni las prácticas prebendales ni la lógica de confrontación incapaz de reconocer y de cohabitar con el adversario político. Al contrario, en medio de la bonanza y la cultura rentista hoy gozan de buena salud.
La Bolivia intercultural y con autonomías, abierta a la participación política paritaria de hombres y mujeres, era impensable sin democracia. La Ley de participación popular, la elección directa y uninominal de representantes al Parlamento, el reconocimiento de los pueblos indígenas marcaron un antes y un después en el desafío de descentralizar el poder político. Los avances de hoy son tributarios de las reformas que siguieron a la primera marcha indígena, a los Acuerdos de 1992, a los cambios constitucionales de 1994, 2002 y 2004 y definitivamente incluidos en la Asamblea Constituyente. Las nuevas generaciones deben saberlo.
Y es que nada de lo que hoy ocurre para bien y para mal, con los cambios y continuidades, puede explicarse al margen del legado de transformaciones republicanas y democráticas que, con aciertos y desaciertos, se impulsó durante los 23 años previos que algunos discursos minimizan y descalifican con relativo éxito.
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