Martín Santiváñez
El régimen de Hugo Chávez forma parte del continuum socio-político de Venezuela. La revolución chavista no es una ruptura extraña o una tendencia sui generis fruto de un momento particular, de una circunstancia exógena e impropia del proceso político latino. Si algo nos enseña la historia es que el culto a la personalidad forma parte de la cultura política regional, es anterior a la Colonia y hunde sus raíces en los grandes imperios del pasado. Bolívar republicaniza el deísmo y lo fomenta. La “oración de Pucará” pronunciada por José Domingo Choquehuanca en honor al Libertador denota el profundo mesianismo de nuestros pueblos: “Quiso Dios formar de salvajes un gran imperio y creó a Manco Cápac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de explotación ha tenido piedad de la América y os ha enviado a vos. Sois, pues, el hombre de un designio providencial”.
Chávez, desde antes del Samán de Güere, cree que es el heredero de tal designio providencial. El chavismo ha sabido explotar la pulsión redentorista. Toynbee tenía razón cuando aseguró que el marxismo, de alguna forma, es una sub-especie de herejía judeo-cristiana, una desviación política que precisa de un caudillo capaz de conducir al pueblo para, alternativamente, liquidar a la fronda aristocrática o protegerla de la anarquía sin sentido.
Así, el chavismo, en la vieja tradición radical latina, ha buscado refundar el orden público (a manera de novus ordo seclorum) mediante el control del aparato estatal. Toda la teoría de la “emergencia plebeya” es incomprensible sin la instrumentalización del Estado, ya que la captura del poder se materializa cuando el caudillo se funde con las instituciones. El Comandante acierta al sostener que si se extingue su vida física el espíritu de la revolución permanecerá “en el cuerpo nacional, en el alma nacional, en la tierra nacional”. En puridad, el caudillismo chavista es una expresión de esa cultura (civic culture) interiorizada a lo largo de los siglos. El socialismo del Siglo XXI configura, en esencia, una teología de poder (“Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”, decía, sobre Bolívar, Pablo Neruda). De allí el sentido “misional” del clientelismo social chavista. Y es precisamente ese mesianismo el que permite al césar o chavismo continuar siendo una amenaza aunque Chávez desaparezca de escena, algo, por ahora, improbable.
Porque existe, bajo el régimen bolivariano, alimentándolo, toda una cultura particular, un ethos consolidado, proclive al pretorianismo, deudor del autoritarismo, reo de las clientelas regionales y el feudalismo electoral. La enfermedad no sólo la padece Hugo Chávez. El cáncer corrompe a gran parte de una sociedad que se alimenta del Estado de manera consuetudinaria.
Por eso, enfrentarse al Leviatán tropical del chavismo, retarlo en su campo, sacudirlo a pesar del dinero y los recursos que maneja, moverle el piso de manera pacífica, atacando sus centros neurálgicos y unificar a la oposición venezolana (dispersa, maniquea y cortoplacista) es una hazaña en forma, un triunfo del compromiso, la voluntad y el trabajo. Henrique Capriles Radonski ha demostrado que tiene madera de Presidente, marcando la agenda y arrastrando al Comandante a una auténtica batalla por la supervivencia.
Ciertamente, la utopía imperativa de la democracia directa, aquel sueño dorado del asambleísmo armónico bajo la batuta ordenadora del caudillo, hoy, catorce años después, ya no es lo que era. El bisnieto de Maisanta pierde apoyos. Si la revolución bolivariana aún mantiene un evidente respaldo popular -cada día más reducido- es porque ha consolidado complejas redes clientelares que absorben todo del Estado. El Jano bolivariano actúa, para los amigos, como un ogro filantrópico. Y para los enemigos, cada día más numerosos, encarna el duro papel de Kraken confiscador. Tal modelo, simplemente, es insostenible.
Y cuando se acabe el festín de Baltazar, ¿qué pasará con los millones de venezolanos que se acostumbraron al subsidio sin esfuerzo? ¿Cómo mantener el espejismo populista? Con todo, ese no es el error más grave. La gran desgracia del chavismo es que se ha esforzado de manera consciente por dividir al país. Fomenta la crispación con alevosía, se dedica a profesionalizar el cainismo. Agudiza las contradicciones. Quiere, apelando a la díada amigo-enemigo, hacer del odio su elemento.
Frente a tal escenario, sorprende que los arúspices internacionales del Comandante se esfuercen en presentar al chavismo como una ciudad inexpugnable, Jericó de la revolución global. Ciertamente, ha ganado esta elección, pero las condiciones cambian, de manera lenta. Muchos han sido los rostros del caudillismo venezolano (Páez, Gómez, Pérez Jiménez). Y tarde o temprano, el chavismo se derrumbará como sus predecesores, profetizando la guerra al son de la lira, mientras Roma arde.
El autor es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
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