Aristóteles, extraordinario sabio de la antigua Grecia (Hélade), sentenció que “a cada pueblo le corresponde el gobernante que merece”, y es que a través de la historia de la humanidad, los pueblos se fueron distinguiendo entre civilización y barbarie: los primeros fueron los constructores de grandes Estados, de filosofía, de ciencia y técnica, y los segundos vivieron en el atraso. Hoy el mundo se ha ido dividiendo entre riqueza de unos pueblos y pobreza de otros, con la resultante del desarrollo humano.
Hace unos días un medio de comunicación pidió nuestra opinión sobre los resultados para elegir al Presidente de un país hermano, que hace 14 años está gobernado por un individuo, la única respuesta que se nos vino fue aquella sentencia del estagirita (Aristóteles), pues una de las características de los pueblos cultos y desarrollados es la de tener buenos o por lo menos aceptables gobernantes, en cuanto a conocimientos, gestión, patriotismo, etc. Por el contrario, los pueblos pobres y subdesarrollados tienen gobiernos autoritarios, dictaduras, escasez de conocimientos, uso y abuso del poder, mala gestión, etc. De tal manera que ciertamente a cada pueblo y sus condiciones le corresponde un gobernante de esa medida.
El sistema de gobierno democrático implica no sólo el votar y elegir a los gobernantes -que es la fase inicial, conquistada por el pueblo, luego de la Revolución Francesa, y que ya se practicó en Atenas. Ya lo dijimos en otras notas, la democracia es un “sistema de vida” de la colectividad, es una forma de “ser” vital o una ideología que rige nuestros actos de convivencia en sociedad. Pero esa primera instancia de elegir a quienes nos van a gobernar resulta importante, pues del acierto o equívoco en la elección depende el buen o mal gobierno, el progreso o el estancamiento, la libertad o el sometimiento al déspota, etc.
Elegir es una responsabilidad con la sociedad, la familia y uno mismo; con la sociedad porque somos parte de ella y vivimos en ella, en consecuencia debemos buscar lo mejor para la misma; con la familia porque nuestros hijos y descendientes gozarán o sufrirán por el buen o mal gobierno; y con nosotros mismos porque en el tiempo inmediato recibiremos los efectos y resultados.
Volvemos a afirmar, en estas páginas de EL DIARIO que hace historia, que este Siglo XXI tiene que ser el siglo de las plenas libertades y derechos del ser humano, proceso que ya se está dando, como con la llegada al poder de un hombre “afroamericano” en la potencia más grande del mundo y donde se dieron hechos de racismo; el reconocimiento jurídico del tercer sexo, de los que antes eran perseguidos y discriminados; el acceso de muchos individuos a la educación, antes reservada para pocos; la búsqueda de mejores condiciones de vida de los seres humanos, como finalidades de los gobiernos, etc., y debemos agregar, como un derecho de tercera generación, el derecho a ser “bien gobernados”.
Todavía el ser humano en la sociedad mundial globalizada, pese a los adelantos científicos y tecnológicos, sigue -mayoritariamente- sufriendo por los males de pobreza, exclusión y mal reparto de la riqueza, donde unos pocos tienen en exceso y los más carecen de lo más importante, es decir seguimos en una sociedad humana “injusta”.
La administración y manejo de la sociedad convertida en Estado se ha complejizado, con el ritmo del crecimiento demográfico y de las demandas consecuentes, de tal manera que el gobernante de este tiempo tiene que poseer una serie de atributos, los que seguramente antes no los requería -en el Siglo XIX el gobernante tenía que encabezar las tropas en guerra-, como tener conocimientos científicos académicos, obtenidos en las universidades; una recia formación moral y humana que se la adquiere en las instituciones relevantes de la sociedad; un patriotismo demostrado en su vida ciudadana; y una vocación de servicio a la comunidad social, que le haga apto para gobernar, en caso contrario, los resultados serán el fracaso y la frustración del pueblo.
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