Marcelo Arduz Ruiz (2da. parte)
En la crónica anterior, señalábamos que a la palabra ameri, se le había añadido el nombre de una deidad precolombina llamada Kabana, la Madre de las aguas y de los peces, que en las crónicas coloniales se la describe con el aspecto de una sirena, emparentándola de esta manera con los seres fabulosos que se suponía custodiaban las llamadas columnas de Hércules o puertas de la Atlántida descrita por Platón, para que nadie osara atravesar sus hipotéticos límites; pero lo curioso en este caso es que el único que lograría rebasarlos, es decir Colón, iniciara el mito de las sirenas en el Nuevo Mundo, al declarar en su diario de a bordo haberlas avistado en su encuentro con la costa americana.
De todas maneras, dicha divinidad es más conocida en nuestros días como Copacabana (o Kopacawana, a decir de Fernando Diez de Medina), palabra compuesta que antepone al nombre la voz de raíz maya Copa o Copal, sinónimo de celestial o azulado? (o sea, que cabe en un vaciado recipiente cóncavo, cual si se tratara de una “copa” actual), que en el mito pre hispano oficia de “mirador” cuando al bajar las aguas del Diluvio, vislumbra sobre el espejo lacustre la primera luz del entendimiento humano. A su vez, la deidad transfiere el nombre a la península del Titicaca, traducido por Ramos Gavilán del antiguo aymara como “lugar donde se ve la piedra preciosa” (o resplandeciente), interpretando el peñasco que la sostuviera como “Mirador de la divinidad del lago”, simplificado en el quechua como mirador del lago o de las aguas (Khotacahuana).
En el lado peruano, la significación anterior se confirma al trasladarse la primera copia de la Virgen del lago, inicialmente conocida como “hermana gemela” de la de Copacabana, hasta el lugar que según la tradición ella misma eligiera, denominado Cocharcas (correspondiente a otra charca?), cuyo imponente entorno geográfico con el Santuario al fondo de la profunda hondonada, da la impresión de la vaciada cuenca de un lago, a juzgar por las huellas de erosión acuática fosilizadas en su contorno.
Tal vez, se podría pensar que la legendaria divinidad fuese entonces desconocida en otras latitudes, pero prueban lo contrario la cantidad de puntos geográficos dispersos por todo el continente que hasta hoy llevan su nombre, como sucede en varias poblaciones de Argentina, Brasil, Colombia, Perú y más de una treintena en territorio boliviano; además de sitios llamados Cabana (o su diminutivo Cabanillas) en otras latitudes, cuya mejor expresión es el pueblo del cañon del Colca, en Arequipa (Perú), establecido poco antes de la llegada de los españoles por un grupo étnico procedente del Titicaca, que debido a una fuerte sequía migró entero hasta la zona, siendo el único pueblo de origen aymara entre las demás comunidades quechua.
Por otro lado, si nos atenemos a excavaciones arqueológicas fue la primera deidad del lago, que según los cronistas fuera considerado “sagrado” y el centro de la creación
del mundo, al encontrarse en tumbas de los milenarios Urus el grupo étnico que se dice sobreviviente del Diluvio, pequeñas piezas metálicas (“lauraques”) con las que ornaban las innumerables trenzas de su cabellera, con la figura de una sirena de aspecto similar al de la Diosa Madre babilónica, en actitud de sostenerse los pechos con las manos.
Entre otros restos arqueológicos, merece especial mención la sirena en piedra encontrada en el Ecuador dentro de una caverna, portando en brazos la curiosa representación de un “niño pez” (símbolo del cristianismo actual?), que en la iconografía de la época se sustituyó con una guitarra, por considerar que era más adecuada a la mitología de las sirenas del Viejo Mundo. La pieza, formaba parte del Museo del padre Crespi, en Quito (Ecuador), destruido por un incendio junto a otros valiosos testimonios de épocas preteridas, como mapamundis prehistóricos similares a los de las piedras talladas de Ica (Perú). En la actualidad, en la costa cercana a Quito, durante las fiestas de la Virgen de la Candelaria en Anghasi, tienen lugar demostraciones folklóricas con máscaras de pescado y faldines con escamas, posiblemente vestigios de remotas festividades en honor de la divinidad de las aguas.
En el orbe restringido de los mitos, se puede establecer remotos paralelos entre las antiguas vestales del el triángulo místico de las tres Copacabanas (incluidas las islas del Sol y la Luna), con las vestales de los primitivos guanches (los sobrevivientes de la Atlántida que se refugiaron en galerías subterráneas de las Islas Canarias?), consagradas enteramente al culto a la divina Madre, es decir la hija de los océanos y la diosa de la tierra (Géa). Pasando a otras culturas, en la tradición afrobrasileña se rinde culto a la sirena Imanyá, que cuenta con una efigie en las playas de Copacabana en Río de Janeiro, donde es venerada el 2 de febrero, es decir, curiosamente, en el mismo día de la entronización de la Candelaria del Titicaca, cuando gente vestida enteramente de blanco lanza a las aguas marinas pequeñas barcazas con ofrendas de pétalos de flores y perfumes.
En el que fuera principal adoratorio de tiempos precolombinos, dentro los mitos profundos del nuevo orbe se llegaría a equiparar a la Virgen de Copacabana o Dama del Titicaca, con el símbolo más antiguo de la mutación (la sirena), como tránsito de un ciclo a otro en la instauración de la nueva fe, empezándose a hablar de una civilización cristiana universal a ambos lados del océano (es decir alrededor del mundo entero), lo cual asume la máxima connotación en la época.
Sin duda, a ello alude Pedro Calderón de la Barca, al referirse a la ciudadela mística del Titicaca cual capital espiritual del Nuevo Mundo: “pues como Roma siendo/ donde más vana tenía/ la gentilidad su trono,/ fue donde puso su silla/ triunfante la Iglesia; así/ donde más la idolatría/ reinaba, puso la fe” (“La Aurora en Copacabana”, Madrid 1651).
En suma, en cuanto al epígrafe del presente artículo, sin desmerecer anteriores versiones (incluyendo la de AbyaYala que sin explicación de origen etimológico se ha popularizado desde 1992), se debe tener en cuenta ltambién la de Copacabana, entendida como el “pan espiritual” que durante siglos ha alimentado al nuevo orbe.
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