Nuestra inocencia (la palabra suena mejor que ignorancia) nos hace creer que las injusticias del mundo pueden ser cambiadas. Gracias a esa esperanza, nuestros hijos se convierten en revolucionarios entre sus 18 y 28 años, enfermedad que se sufre igual que la escarlatina y las paperas: con paciencia. Normalmente, ya en la edad límite señalada, y cuando hay que ganarse la vida de manera propia, se dan cuenta que es agradable obtener dinero fruto del trabajo, y que la familia que han formado requiere vivir bien, y que lo obtenido no tiene que ser repartido a ningún ocioso, desempleado o no, como se pretendía en la juventud que va quedando atrás.
La introducción viene a cuento al conocer las declaraciones del representante del Tribunal Supremo, el que decía que la “nueva justicia boliviana” no arrancaba porque le faltaban leyes, las que al no ser cambiadas impedían que la revolución se diese por este lado.
Por lo visto, esta autoridad -que como tal merece todo nuestro respeto- no ha podido salir del sueño juvenil de cambiar el mundo, lo que es muy loable, pero atribuir el no poder hacerlo a las leyes vigentes, demuestra que no las ha estudiado, que cree que las personas son modificables a punta de normas, o que puede haber una revolución en la administración de justicia basada sólo en leyes, palabras y buenas intenciones.
Comentando con amigos de tertulia de día jueves, afirmé que tenemos la calidad de autoridades que nuestra mediocridad logra. Es decir, la errada apreciación de este Juez Supremo no le es atribuible. Es más bien nuestra responsabilidad, al no exigir más, al no escoger, al no poder solucionar los problemas del país.
Nuestra mediocridad personal y de grupo se refleja en el país que tenemos. Es evidente que hay aciertos. También de eso somos responsables. Lamentablemente, los temas que nos preocupan, como la pésima administración de la justicia nacional, son nuestra culpa, ya que no podemos a la fecha solucionarlos.
En vez de meritocracia tenemos una partidocracia, aspecto confirmado cada día, sin importar quién tiene la mayoría circunstancial. Somos expertos en pedir limosna internacional y aceptar reformas que no son acordes con nuestra manera de ser. Aceptamos, a pie juntillas, variables que jamás han tenido existencia propia. Respecto a la justicia originaria, en los debates en el Colegio de Abogados exigí alguna vez conocer por lo menos un trabajo de investigación que demostrara la existencia de ese “derecho” traducido en principios, normas y soluciones. Se ha llegado a tanto con esta ilusión que ahora existe un reconocimiento constitucional de su existencia, sin que exista ni un trabajo serio de recopilación de esas normas, ni nadie las puede enumerar, más allá del no robar y etcéteras.
De hecho, la afirmación de este Juez Supremo revela que no ha estudiado la normativa en vigencia, y no sabemos qué ley está esperando para cumplir el objetivo de su subida al pináculo del Poder Judicial. Llama la atención que muchos de los fallos en materia social actuales y fruto de la nueva justicia, le dan la razón a los empleadores, sobre todo si éstos están vinculados al Gobierno. Ni qué decir de los fallos en materia tributaria que en una gran mayoría benefician a los recaudadores, incluso en contra de la ley vigente.
En cambio nadie levanta la voz en contra de los procesos civiles coactivos, en los que los coactivados, en su momento llevados por la premura de obtener recursos, renuncian al derecho de la defensa. Esta normativa, fruto de un supuesto jurista boliviano, que sólo favorece a los entes financieros, no es objetada por los tribunos constitucionalistas, ni por los jueces supremos, menos por los revolucionarios que están tan de moda. Dejemos a esta autoridad judicial esperando las nuevas leyes que por magia divina cambiarán Bolivia, y pongamos nuestros ojos en la educación nacional. Tal vez de allí nazcan soluciones.
El autor es un pesimista del cambio.
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