Mi padre nació en la época del tranvía y el café con pan, como miles de paceños. Recibió la educación que le pudieron dar sus progenitores, de manera que a la hora de ser cabeza de familia se aferró al dogma, porque entonces se aprendía el catecismo Astete, se obedecía sin chistar al papá y las opiniones contrarias se las reservaba para la reflexión interior.
Luego aprendí que el dogmatismo no admite objeciones y se refiere fundamentalmente a principios no cuestionables, de manera que las religiones tomaron este elemento como base para su credo, de manera que lo que se admite por la fe no puede ser cuestionado por la razón ni la experiencia. Así es como me hice escéptico, luego crítico, existencialista y al final humano.
Desde luego que nunca cuestioné a mi padre, pero dejé que me cuestionaran mis hijos; traté de ser sumiso ante mis maestros, pero siempre busqué una comunicación horizontal con quienes tuvieron la desdicha de ser mis alumnos. Es que en la vida aprendí a odiar al dogmatismo, puse bajo el manto de la duda todas las aparentes verdades y preferí hacer mi propia teoría sobre temas que la sociedad califica como verdades absolutas.
Como ocurre con muchos hombres, que creen haber alcanzado la cima un día, me eligieron cabeza de una entidad y desde allá intenté dominar a todos porque en mi interior todavía moraba el dogmatismo heredado de mis progenitores y maestros. Menos mal que la realidad me enseñó a ver que otros piensan distinto, que a muchos no les caigo bien, que en muchas circunstancias estoy lejos de la verdad y que el cargo no me había añadido un ápice de inteligencia.
También aprendí que el cargo que un día me otorgaron era una simple posta que debía entregar en el momento oportuno. Un día, un par de periodistas, micrófono en mano, pusieron en duda mis actos, entonces no dudé un segundo en dejar el cargo, puse a un lado el ego y recordé a Machado que nos dice “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”.
Entendí que aferrarme a una posición era envejecer, permanecer en el cargo me habría envilecido y tenía miedo de perder a mis amigos, porque empecé a ver a los otros como vasallos, más que como acompañantes.
Gracias a esta experiencia entiendo hoy por qué a muchos gobernantes les ataca la ceguera cuando llegan a un cargo, porque miran al resto desde una grada arriba y porque se van quedando solos en la vida, porque los verdaderos amigos se van. Es probable que el miedo a quedarme solo me haya obligado a hacer esta conversión en la vida. Ese es el proceso de cambio que sufrí en mi vida en el momento justo.
El autor es editor general de EL DIARIO.
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