El poeta que pasó al Olimpo

El nacimiento de un Poeta (así, con mayúscula) es uno de los acontecimientos trascendentales de la historia de una sociedad. Es la aparición de una estrella nova en el firmamento cultural de un conjunto de seres humanos que viven en tinieblas y cuyos rayos neutrinos penetran y descubren el fondo de la historia y proyectan sus revelaciones al futuro. Llena una etapa histórica con su mensaje que intuye los tiempos por venir.

El poeta nace poeta. Pero también se hace. La vida es la escuela primaria de su formación mental y evoluciona al pasar por la universidad de los acontecimientos que lo rodean y dentro de los cuales vive sintiendo la palpitación de su pulso rítmico y continuo. Pasa del sencillo poema dedicado al maestro a las sensaciones infantiles y enseguida, perforando con su taladro de diamantina los estratos que ocultan, alcanza la esencia de la realidad del mundo físico que lo rodea y, no menos, del ambiente social dentro del cual navega y encara, generalmente, angustiado.

No le interesa el presente ni está en búsqueda de títulos, medallas ni homenajes. Simplemente es el poeta, porque ha nacido para poeta, para cantar la vida, la naturaleza, al hombre. Los ataques no lo empequeñecen ni los elogios lo engrandecen. Es grande, siempre.

El poeta boliviano Guillermo Riveros Tejada estaba enmarcado en esos conceptos y los vivía plenamente. Enriqueció, además, su espíritu poético con su cultura profesional, la lucha política por una causa noble y la dedicación a recoger en poesías las sensaciones que le producían los hechos reales y lo conducían al pensamiento, producto supremo del cerebro, la forma más elevada de la organización de la materia. A todo eso agregó su culto a la amistad de los que lo rodeaban en momentos de dificultades partidarias, exilios, avatares de la lucha por un futuro alcanzable, no por un espejismo de querer llegar a un lugar que no existe.

De él escribió el gran Germán Arciniegas, que Kieserling consideraba que el paisaje boliviano “es el escenario del tercer día de la Creación” y comentaba: “Leyendo su Ánfora de Signos, mi querido Riveros Tejada, me han salido al encuentro dos reflexiones: la primera, que ser poeta en Bolivia no tiene gracia. La segunda, pero que serlo es aceptar un desafío…. Por esta poética suya, que cualquiera puede ver recorriendo Bolivia y por el valor que ha tenido usted en aceptar el desafío de escribirla, lo felicito con una admiración más que explicable”.

Otra cumbre de la literatura continental, el director de la Academia Colombiana de la Lengua, Manuel Briceño, aseguró: “Muchas son las facetas, desde el punto de vista literario, que restan todavía sin resaltarse de este cantor de América, de pensamiento, de fecunda fantasía, de metáforas espontáneas, sin rebuscamientos postizos, de epítetos naturales o atrevidos”.

Merece muchas páginas tan ilustre personaje desaparecido hace días en Caracas, en un exilio voluntario, huyendo de la ideología que ignora la perspectiva del presente, inexorable e ineluctable, que quiere retroceder al pasado arborícola con la ilusión de que el reloj de la historia puede dar marcha atrás. La pérdida cultural que sufre Bolivia con ese momento de dolor será reconocida en el futuro, sin lamentos plañideros, porque el presente, como ocurre con los grandes intelectuales bolivianos, es esquivo y porque Guillermo Riveros no aró en el mar, al que él mismo cantó: “¡Que me siembren en el mar!/ ¡Que me esparzan en el río!/ Si es de tarde, de la mano de algún niño,/ descenderé por la sombra que proyecta la montaña/cuando cae el sol andino”.