La vida es un viaje a través del tiempo, y por lo tanto, los seres humanos estamos sujetos al deterioro que va desgastando nuestras fuerzas y nuestra misma existencia. Ese camino forma un circuito humano iniciado en la infancia, continúa con la niñez, la adolescencia, la madurez, la ancianidad y la muerte; es el inevitable viaje que todo viviente ha de enfrentar. De ahí que la vejez sea simplemente una etapa más de la vida; una parte que debe ser vivida a plenitud de las posibilidades que las circunstancias propias de ese estado nos puedan brindar.
Toda circunstancia es el entorno que nos contiene: el otro, el que se encuentra a mi lado; el tiempo, con su carga de achaques, de limitaciones; la mentalidad con la que nos enfrentamos a esas posibilidades, etc. A esto se añade la cultura, el clima espiritual que se tiene en determinado medio ambiente, las ideas que marcan a una época, etc. En relación con esto, los ancianos pueden esperar más o menos solidaridad de sus parientes y semejantes; unos han de mirar a la vejez como un estorbo, como la presencia de unos seres inútiles en quienes no se debe perder el tiempo, y, otros, la han de comprender como un recurso humano más que la sociedad tiene a su disposición. Recurso lleno de sabiduría, de experiencia, de sano consejo, porque ya no tiene interés alguno en acaparar bienes, que sabe ha de dejar en poco tiempo.
En nuestra época, signada por un pragmatismo individualista, la solidaridad, el compromiso con el otro a quien debo servir, está siendo sustituida por: esto me sirve, y esto ya no me sirve; por eso los viejos se están convirtiendo en los prescindibles, y, aún, la molestia de la sociedad, en una humanidad cada vez más deshumanizada, que mira con indiferencia la muerte de centenares o miles de personas en los conflictos sociales y políticos del mundo de hoy.
Y ese es un problema, pues, ante ese espectáculo, el sufrimiento y la muerte de un anciano más ya no conmueve a nadie, porque el valor vida carece del significado que antes tenía: ahí está un ser humano, alguien sostenido por una fuerza interna que lo impulsa a expresarse, a sentir, a comprender al otro y a lo otro que es el mundo y, claro, a ser comprendido; un ser revestido de dignidad, de un valor agregado que únicamente tiene el ser humano; en suma, un hijo de Dios más, como cualquiera de los que poblamos el mundo.
Ahora, al filo del día de los muertos, pensemos en los que viven en la muerte del olvido de los hijos indiferentes; el hermano del cual me acuerdo muy de vez en cuando; el prójimo, que estando a mi lado, no lo “veo” porque no quiero mirar su sufrimiento y, menos, ayudarle a soportarlo. Esa muerte, sí, duele, porque es la muerte de quien vive y se siente muerto ante el otro. El recuerdo y la ayuda más eficaz debe ser la del Estado, organismo encargado del bienestar de todos cuantos viven en su interior.
Como hay una ley para los niños, para los jóvenes, también debe haber una para precautelar los derechos de los ancianos: derecho a una vida digna, a la expansión propia a la edad de estas personas, una ley que proteja su salud física, mental y espiritual, porque todo eso es un ser humano, un organismo que vive en esos tres niveles al mismo tiempo. Debemos evitar el maltrato que suele dárseles en los asilos de ancianos, como se ha denunciado.
Esas reflexiones se me vienen a la mente después de leer el libro del Dr. Raúl Pino-Ichazo: “Senesco, hacerse viejo”, que medita en relación con esta realidad humana.
El autor es Miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua, Correspondiente de la Real Española.
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