Retos de una obra digna de los dioses

500 años de fascinación por la Capilla Sixtina



La capilla Sixtina atestada de gente. El número de visitantes anuales asciende a cinco millones, hasta 20.000 al día.
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El País.- Permítanme un consejo. Cuando entren en la Capilla Sixtina, pues tarde o temprano acabarán engrosando los millones de turistas que anualmente visitan este emblemático recinto de los palacios apostólicos vaticanos, repriman la invencible tentación de mirar al techo. Mantengan la vista baja, recréense en el magnífico pavimento de opus alexandrinum del suelo, y diríjanse hasta el centro de un espacio cuyas dimensiones -40,9 metros de largo por 13,4 de ancho- replican las del Templo de Salomón. Una vez allí, levanten los ojos hacia cualquiera de los lados largos de la sala. Su mirada topará primero con unos cortinajes pintados en trampantojo sobre los que colgaban 10 tapices con los Hechos de los Apóstoles diseñados por Rafael. Más arriba, saldrá a su encuentro un friso con escenas de las vidas de Jesucristo (pared norte) y Moisés (pared sur) pintadas por Botticelli, Perugino, Signorelli, Pinturicchio, Domenico Ghirlandaio o Piero di Cosimo, entre otros, en 1481-82, y coronadas por retratos de papas de los mismos artífices. Estos frescos compendian los logros del arte pictórico del Quattrocento tal como los había enunciado Alberti en De pictura (1435): dominio de la perspectiva y la anatomía, rigor compositivo, interés arqueológico y abundancia y variedad de caracteres. Solo tras disfrutar estos frescos levanten sus ojos hacia los 460 metros cuadrados que pintó Miguel Ángel entre 1508 y 1512 a instancias de Julio II, porque cuando lo hagan, los olvidarán inmediatamente. Miguel Ángel dispuso en lunetos y enjutas a los “antepasados de Cristo”, personajes que figuran entre los más enigmáticos de la historia del arte, y sobre ellos, la enorme bóveda ordenada por una arquitectura fingida que parece sostenerse en 12 monumentales profetas y sibilas. En el centro, ocho escenas del Génesis separadas por ignudi y, en las pechinas angulares, cuatro escenas del pueblo de Israel. Una vez admiradas sus 300 figuras, vuelvan la vista a los frescos inferiores. Resulta difícil explicar mejor la diferencia que Vasari encontraba entre el esforzado quehacer de los artífices del Quattrocento y el arte sublime de los genios del Alto Renacimiento, capaces de insuflar vida a sus figuras. Miguel Ángel no agota la Capilla Sixtina, pero fue él quien, con la bóveda y el Juicio Final (ejecutado entre 1536 y 1541 en la pared del altar), la convirtió en el espacio artístico más importante de la historia.

Hace años leí en El Arte y el hombre que René Huyghe distinguía entre grandes pintores de grandes temas, como Miguel Ángel, y grandes pintores de pequeños asuntos como Vermeer. Admito preferir los primeros y ninguna obra de arte creo tan grandiosa como la bóveda de la Sixtina: por los desafíos que debió superar un artista primerizo con el fresco que no se consideraba pintor, por sus dimensiones (acaso sea la mayor obra ejecutada por un solo artífice), por su ambición estética y conceptual (Miguel Ángel rechazó el proyecto del Papa, consistente en los 12 apóstoles y elementos vegetales, por considerarlo “poca cosa”), pero, sobre todo, porque semejante grandiosidad no solo no es impostada, sino que es la única apropiada al tema representado.

Si Miguel Ángel fue comparado en vida con Dante, la Capilla Sixtina es su Divina comedia. Es probable que estas razones llevaran a Goethe a afirmar que quien no ha visto la Capilla Sixtina ignora hasta dónde puede llegar el hombre. El hombre de Miguel Ángel es sin embargo más complejo. Lo representa en plenitud física (ignudi) y moral (sibilas y profetas), pero hace derivar su grandeza de Dios… o de Miguel Ángel, pues pocas veces un artista se asimiló tanto al Deus artifex como Miguel Ángel en la Sixtina. El resultado es una obra que, a diferencia de los hoy distantes frescos cuatrocentistas del nivel inferior, apela a la sensibilidad contemporánea al hacernos partícipes de nuestra grandeza como género y de nuestra insignificancia como individuos. En ningún otro lugar, ni siquiera en el más imponente escenario natural, me he sentido tan pequeño.

La influencia del techo de la Sixtina ha sido enorme, empezando con Rafael, quien gracias a Bramante pudo verlo antes que Miguel Ángel lo hubiera concluido. Desde entonces, sus figuras han inspirado a centenares de artistas, sobre todo las sibilas y los ignudi, y escenas como La creación de Adán han encontrado acomodo en la memoria colectiva, generando las más variopintas versiones. Su impacto, sin embargo, ha sido siempre parcial. La bóveda de la Sixtina es tan indisociable de su creador que ha mermado su operatividad para artistas posteriores, que encontraron más asequibles las enseñanzas de Rafael en las vecinas stanze vaticanas. Por ello Rafael, no Miguel Ángel, fue el modelo del arte académico.

El fresco es la técnica pictórica más delicada porque su supervivencia depende de las condiciones de conservación del edificio que lo cobija. Ya en vida de Miguel Ángel aparecieron grietas y salitre en la bóveda como consecuencia de la humedad y, en 1626, Laggi llevó a cabo la primera de una larga serie de restauraciones. La última fue dirigida por Gianluigi Colalucci entre 1984 y 1994 y, como cualquier restauración que se precie, generó una vívida polémica en la que se entrelazaron egos académicos, intereses comerciales (con imágenes reservadas para el sponsor: Nippon Television), famosos (Warhol, Motherwell y Rauschenberg pidieron junto a otros artistas que se paralizara) y prejuicios nacionales, con los medios anglosajones criticando el trabajo de “los italianos”. Nada sorprendente. La restauración de cualquier icono de la historia del arte genera siempre polémica y baste recordar la que suscitó la que John Brealey hiciera de Las Meninas. Cuando el público acostumbra la retina a una imagen, no quiere que cambie. A nadie sorprendía ver a Charlton Heston / Miguel Ángel pintando ya sucio el techo de la Sixtina en El tormento y el éxtasis (1965), pero muchos se escandalizaron cuando ese mismo techo recuperó su colorido original, aunque este fuera el habitual de los frescos de la época. El tiempo ha calmado los ánimos y pocos dudan hoy de la bondad de la intervención. La mejor conservación para un fresco es, no obstante, la preventiva. Vivimos una época febril en la que ni las obras de arte escapan al estrés, y este, es bien sabido, acelera el envejecimiento.

En la Capilla Sixtina el riesgo procede de cinco millones de visitantes anuales que modifican sus condiciones ambientales. Resulta irónico que este espacio, que acoge uno de los acontecimientos más reservados del mundo -el cónclave para la elección de Papa y para el que se creó la que acaso haya sido la obra de arte más exclusiva: el Miserere de Gregorio Allegri-, esté amenazado por la masificación, pero tal es el signo de los tiempos y nadie parece dispuesto a dejar tan suculenta postal fuera de su pasaporte vital. La Sixtina escapa además a las bondades de las nuevas tecnologías, incapaces de recrear la sensación que tiene quien deambula por ella o por otros espacios afines como la Capilla de los Scrovegni en Padua o la Scuola di San Rocco en Venecia. La expresión “Capilla Sixtina” se ha tornado sinónimo de excelencia artística y oímos así hablar de la Capilla Sixtina del arte rupestre, del románico, e incluso del aborigen. Restringir el acceso a la vaticana parece necesario para que pueda seguir siendo, por mucho tiempo, la Capilla Sixtina del arte.

 
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