Somos un país capitalista, pese a lo que se pregona sobre una “economía socialista de izquierda”, y dentro del capitalismo exageramos la tenencia de ciertos bienes y nos comportamos como si no fuésemos un país pobre y dependiente gastando lujos que no corresponden a nuestra realidad y a nuestras urgencias.
Hay importaciones de productos caros, carísimos hasta para los países ricos y desarrollados, que se los vende en nuestro país. Nadie duda de que cada persona o familia es dueña del dinero que posee y puede disponer de él festinatoriamente si así le gusta, pero cabría preguntar: ¿no podríamos observar conductas en los gastos que estén acordes con la excesiva pobreza habida en nuestro país? Corresponde, por ejemplo, ¿rodar por calles y avenidas en automóviles cuyo costo es superior a los cien mil dólares?
Nadie pretendería que quienes tienen mucho dinero utilicen automotores de segunda mano o muy antiguos que están destartalados, no, pedir ello sería irracional y nada respetuoso; pero tal vez habría que tener en cuenta que se gasta divisas que cuesta al país ganarlas, que son dineros que bien pueden ser invertidos en fuentes que generen riqueza y, consecuentemente, impliquen emplear a desocupados, pero que sean capaces, inteligentes y hasta con títulos profesionales, que esperan trabajar justamente para aumentar fortunas, mejorar las empresas y, si las condiciones se dan, diversificar la economía.
En tiempos de la Segunda Guerra Mundial, se expresó el siguiente mensaje al pueblo inglés: “Los dispendios en lujos implican nuevas bombas, pero sobre las necesidades y el hambre de muchas personas que habiendo tenido mucho, hoy, por la destrucción, perdieron todo”. Ese pueblo respondió a lo que resultaba un mensaje sano y constructivo y surgieron, como consecuencia, nuevos talleres de costura para uniformes y vituallas de los combatientes. No estamos en guerra, no llegamos a situaciones de hambre ni destrucción de propiedades, pero podemos entender que muchos que poseen mucho podrían invertir en alguna actividad productiva que, con el tiempo, implicaría inversión de más capital y tecnología.
El lujo ostentoso resulta ofensivo para quienes no poseen ni lo más necesario; la tenencia de lo que es preciso, despierta el deseo de trabajar en mucha gente que aspira a tener algo; es decir, despierta inquietudes y forma propósitos para trabajar más y ganar más. Esta es una realidad experimentada en los países ricos y desarrollados que, a través de inicios en pequeñas empresas, han llegado a conformar las grandes que resultaron puntales de la economía.
Finalmente, hay que tener en cuenta que los excesos en la tenencia de riquezas chocan contra realidades de quienes nada poseen y, con el tiempo, se convierten en complejos, envidia y rencores que se hacen semilleros de extremos. Esto es lo que ocurre con el mundo rico y desarrollado que crea condiciones en los pobres, la mayoría mundial, para antagonismos y hasta conflictos extremos que se suscitan en el mundo que busca mejor distribución de la riqueza y hasta “igualdad para todos”, como doctrina que tampoco corresponde, porque ni el comunismo pudo aplicarla mientras estuvo vigente.
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