No existen posibilidades de confusión entre “movimientos sociales” y los organismos u organizaciones también sociales, vale decir los sindicatos, en función de mejores condiciones de vida de los trabajadores y, por extensión, las asociaciones que buscan objetivos de interés común de algún grupo en razón de su actividad, profesión o finalidades no lucrativas.
Desde su origen semántico los movimientos sociales suscitan preocupación, es así que el vocablo movimiento abarca varios tópicos como los de “alteración, inquietud o conmoción” y, alternativamente, el de “propagación de una tendencia religiosa, política, social”, etc. A su vez, movilizar sugiere siempre un efecto belicista, como el de la puesta de tropas en pie de guerra. En América Latina un buen número de partidos políticos extremistas -por lo menos en sus orígenes- adoptaron la denominación de “movimiento”.
Si se lleva este tema al campo de la ciencia política, la movilización no se diferencia de la “acción directa”; el ejercicio de la presión hasta llegar a la insurrección si fuera necesario. Sus instrumentos previos de lucha son la demanda imposible, los bloqueos, paros, etc. El tema en cuestión muestra que los movimientos sociales no son portadores de diálogo, de entendimiento, de paz. Actúan recurrentemente contra la institucionalidad y la armonía social, por ello la sociedad contemporánea no los estima adecuados ni constructivos y los destierra en proporción creciente, encontrándolos antagónicos a la búsqueda del bien común y a la competitividad en los mercados internacionales. Los regímenes que se sustentan en estos conglomerados volátiles pisan terreno falso y su empoderamiento -neologismo urdido políticamente- es arma tornadiza y de doble filo.
En el proceso de cambio instaurado en Bolivia, el diseño del proyecto de ley de Control Social intenta asimilar a los indicados movimientos a una suerte de institucionalidad, pero ello no les resta cierta similitud con el papel protagónico que jugaron los soviets en la Revolución Rusa (1917), cuya primera misión fue el desmantelamiento a sangre y fuego del antiguo régimen, para actuar a continuación como implacable Tribunal Popular punitivo.
Pese al reflejo que insinúa la situación, semejantes poderes resultarán atenuados en el Consejo Nacional de Control Social por no ser producto de una Revolución violenta como la bolchevique, lo que viene a restarles oportunidad y “eficacia”. No obstante frente a este tipo de fiscalización será vano invocar juridicidad ni garantías, quedando a merced de la “espada de Damocles” de las leyes de nuevo cuño del Estado Plurinacional.
Compondrán el Consejo de Control Social 305 movimientos sociales repartidos entre “orgánicos”, “comunitarios” y “circunstanciales”, además de la COB y los presidentes de los colegios de profesionales, éstos para dar apariencia de participación aunque en ínfima minoría frente al resto. Sus promotores proclaman desde ahora que no se trata de un “superpoder”; no podrá ser ciertamente por la rígida y creciente centralización del poder tan propia del actual esquema de Gobierno. Tan es así que no sin aire de resignación, dicen que su acción se limitará a la investigación y recepción de denuncias en todo el ámbito de la Administración Pública y desconcentrada, en práctica duplicidad de funciones con entes fiscales específicos: Ministerio Público, Ministerio de Transparencia, Contraloría General, Procuraduría y otros.
Si el proyecto de ley muestra un teórico recato, tenemos pendiente su reglamentación -indispensable de un tiempo a esta parte, muchas veces sin razón- y que como otros casos no sólo sobrepasará el texto sino que puede desnaturalizarlo, poniendo en evidencia la verdadera intencionalidad política, autoritaria y selectivamente punitiva.
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