El discurso político ha sido casi siempre un elemento disociador y disgregador. Ha promovido odio y confrontación. Nos hizo perder la noción de unidad, hermandad y solidaridad. Las consecuencias de ello son pobreza, dependencia y subdesarrollo, que generaron condiciones de vida infrahumanas para quienes clamaban pan, techo y libertad.
Derechistas e izquierdistas lo utilizaron para arengar a sus prosélitos en el llano o en el Poder, en dictadura o democracia. Para halagar al amigo y para descalificar al adversario. “Para el amigo todo y para el enemigo hierro”, reza un adagio popular.
Desde que tuvimos uso de razón hemos escuchado discursos de toda índole. Unos propugnaban la “Revolución Nacional” o la “Revolución Restauradora”, otros se inclinaban por la “Reconstrucción Nacional”, la “Nueva Bolivia” o el “Cambio”. Fueron pronunciados por fogosos y locuaces políticos que coyunturalmente hacían uso del balcón. Pero esas palabras se las llevó el viento, mientras la situación de postración nacional empeoraba.
En cierto modo con el discurso político quisieron persuadirnos, cautivarnos, para imponer sus designios político – ideológicos. O quizá buscaron “lavarnos el cerebro” para prorrogarse en el Poder. Lo hicieron quienes medraron con el cargo público.
Esos discursos tendieron a tergiversar la realidad del momento histórico para encubrir falencias. Fueron cortinas distraccionistas en tiempos de paz social o convulsión interna. En verdad los hombres públicos se acostumbraron a decir medias verdades o, muchas veces, mentiras inconcebibles.
Estas actitudes provocaron desencanto y repulsa en la ciudadanía.
Mientras el discurso propugnaba la necesidad de preservar la libertad, ésta en la realidad fue objeto de amenaza, intimidación y conculcación. Mientras decía que el pueblo gozaba de bienestar social, había un malestar que golpeaba a los más. Mientras señalaba que había pan en abundancia, los hambrientos se multiplicaban por doquier. Mientras sostenía que Chile nos restituiría el acceso soberano al Mar Pacifico, el agresor, como siempre, se mofaba de esa desafortunada aseveración. Una cosa fue el discurso electoral y otras fueron las políticas aplicadas en el Poder. El compromiso contraído en el llano quedó atrás y casi nunca se ha cumplido en el gobierno.
Esos discursos fueron instrumentos para imponernos ideologías ajenas a nuestra idiosincrasia o sojuzgarnos con autoritarismo, para viabilizar regímenes de fuerza, para distraernos ante problemas internos y el hambre de sectores sociales postergados.
En suma: no es conveniente ni aconsejable prestar oídos a ese tipo de discurso, venga de donde viniera.
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