La actividad productiva y de servicios del país enfrenta situaciones difíciles, sea porque no puede expandirse por falta de las garantías jurídicas tan esperadas o por frecuentes conflictos que no dan lugar a un trabajo permanente; pero al margen de todo ello, que es bastante perjudicial, el Gobierno, sin que se sepa bien las razones, discrimina a unas empresas de otras.
Contamos en el país con muy pocas empresas grandes, con varias que serían medianas y, las más, que son miles, pequeñas; pero no hay tratos iguales porque -salvo excepciones- el llamado empresariado grande y el mediano cumplen con sus obligaciones tributarias, atienden los requerimientos de sistemas de seguridad social, aportan a los fondos de jubilaciones y de riesgos profesionales, pagan sueldos y salarios con la oportunidad debida, dan paso a la organización de cooperativas de consumo y de sindicatos, toman las provisiones necesarias para el pago de beneficios sociales y, en general, acatan las disposiciones legales y actúan con sentido empresarial.
En cambio, no ocurre lo mismo con las empresas denominadas pequeñas y que están conformadas por gremios, sindicatos, cooperativas, talleres artesanales, compañías de transporte, federaciones, etc., etc. que prácticamente “se liberan” de cargas impositivas o, en algún caso, gozan del “sistema simplificado”, aunque su negocio esté conformado por mucho capital y sus ganancias sean ilimitadas. Estas pequeñas empresas no aceptan a los sindicatos y, para evitarlos, trabajan en núcleos familiares que, así sea nominalmente, figuran como socios.
Cuando tienen personal a jornal o sueldo, éste está condicionado para mantenerse en el empleo y, como hay carencia de trabajo en el país, se aprovecha esa resignación a soportar lo que sea. Por supuesto, para estas empresas pequeñas no hay Ley General del Trabajo ni disposición alguna que las obligue a cumplir con sus trabajadores, con el fisco, con las entidades de seguridad social y con la comunidad.
Si a este grupo de “empresarios pequeños” se agrega el de los contrabandistas que conforman la gran economía informal, el caso adquiere proporciones ilimitadas. El contrabando de alguna manera tiene impunidad para obrar discrecionalmente en el país y, si se hace operativos, se comprueba su grado de organización al extremo de poseer armamento que no vacila en utilizar contra cualquier fuerza represora legal. Finalmente, si se toma en cuenta al sector de los que no tributan y de los que emplean ocasionalmente personal, observamos que conlleva graves consecuencias y hace más pobres a los pobres que, por necesidad, se ven obligados a aceptar cualquier situación a cambio de miserias.
El Gobierno, administrador del Estado, tendría que actuar con equidad, ecuanimidad y justicia con todo el empresariado, evitando discriminaciones que no corresponden y que causan mucho daño a la sociedad nacional y, en resumidas cuentas, al Estado, cuyo gobierno es débil para imponer sanciones y aplicar las leyes. No actuar en los marcos de las leyes es permitir que los males sociales crezcan y cuyas consecuencias las pague el pueblo. Las leyes sobre discriminación y racismo deben ser de cumplimiento obligatorio para todos y mucho más para esa parte del empresariado pequeño que es renuente a cumplir con la ley.
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