Martín Lozada
Tenemos vergüenza de nuestras prisiones, planteaba Michel Foucault en 1975. Tanto es así que esos enormes edificios que separan dos mundos de hombres, que se los construía tiempo atrás con orgullo y que hasta se los solía ubicar en el centro de las ciudades, hoy nos molestan.
El pensador francés recordó entonces que las polémicas que se desatan regularmente a su respecto, y que se renuevan con cada motín y con cada una de las tragedias que se suceden en su interior, dan claro testimonio de ese sentimiento.
Han transcurrido desde entonces casi cuatro décadas y cabe preguntarnos qué ha cambiado desde entonces, si es que algo lo ha hecho en el dramático campo del poder penal contemporáneo y su hija predilecta: la prisión.
En su opinión, a partir del Siglo XIX se le asignó al sistema de control penal la misión de transformar a los individuos. Sin embargo, en consonancia con su experiencia como miembro del Grupo de Información sobre las Prisiones, consideró que en términos generales no existía la mentada resocialización de los internos y detenidos.
Por el contrario, todos los presuntos programas esgrimidos con esa finalidad son útiles para marcar, excluir y empujar a los afectados a afincarse cada vez más en el universo del delito. Se trata, de acuerdo con ello, de verdaderos programas de desocialización.
Afirmó que cuando alguien ha pasado por esos programas de reinserción, por una casa de educación vigilada, un hogar destinado a los presos liberados o cualquier instancia que ayude y vigile a los infractores, el resultado es un individuo que ha sido marcado como delincuente. Ante su empleador, ante el propietario de su vivienda y frente a la sociedad toda.
El problema, de acuerdo con sus expresiones, no resultaba tanto en desmitificar los programas de reinserción social debido a que readaptarían a los delincuentes a las condiciones sociales dominantes.
Aquél, en lo fundamental, estaba dado por la desocialización que trae aparejada el proceso de prisionización.
La marca y el estigma que definen al infractor determinan la relación que el entorno entabla con él, lo que lo induce a convivir en un medio que gira en torno a las ilicitudes. La permanencia de la criminalidad, entonces, no es en modo alguno un fracaso del sistema carcelario sino, en cambio, la justificación objetiva de su existencia.
La prisión fabrica delincuentes profesionales, afirmó, quienes resultan ser paradojalmente útiles: no se rebelan y suelen resultar manipulables. Así, admitió que el objetivo real y no declarado del sistema penal consiste no en reeducar y transformar al desviado sino en crear una específica esfera criminalizada a partir de un sector social que paulatinamente vino siendo aislado del resto de la población.
Esa minoría aislada resultó inicialmente utilizada para inspirar miedo al resto de la población y para controlar los movimientos revolucionarios emergentes y sabotearlos. Tal fue el caso de los sindicatos de trabajadores.
De ese segmento social se ha venido también reclutando a sicarios y asesinos a sueldo para imponer ciertos objetivos políticos. Sectores que son altamente funcionales, por supuesto, a los negocios de la prostitución, la trata, el tráfico de armas y el narcotráfico.
Desde su perspectiva, la dinámica del capitalismo pretende luchar contra la criminalidad y eliminarla por medio de un sistema carcelario que no hace más que producirla. Al punto de engendrar a un sujeto criminal que resulta absolutamente útil para el sistema, dado que no hay nada más fácil que utilizar a los infractores para organizar el rumbo de los ilegalismos, el juego clandestino y las empresas de la muerte organizada.
Foucault dejó tras de sí un legado riquísimo. Sobre todo, debido a que reveló que la verdadera tarea política consiste en realizar una crítica del funcionamiento de las instituciones que parecen neutrales e independientes. Tal cosa, con el propósito de desenmascarar la violencia política que se ha ejercido a través de aquéllas de manera oculta, para poder abordarlas e, incluso, combatirlas.
Su análisis sobre las prisiones no partió de la cuestión institucional, como tampoco de las ideologías o teorías vigentes en dicho ámbito: lo que le interesaba eran las prácticas que allí se repetían. En lo fundamental, para captar las condiciones que en un momento dado las tornan aceptables, normalizadas y escasamente controvertidas. (RIO NEGRO ON LINE).
El autor es Juez penal. Catedrático Unesco.
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