Mo Yan, traducido como “No hables”, recibirá mañana el Nobel de la Literatura.
El País.- Lo había advertido y no faltó a su palabra: Mo Yan mantuvo literatura y política separadas a una distancia prudencial. El escritor chino, premiado con el Nobel de Literatura, aceptó el galardón con la tradicional conferencia que todo escritor recompensado pronuncia bajo las molduras doradas de la Academia Sueca, a pocas horas de la ceremonia de entrega de los premios que tendrá lugar este lunes. Los que esperaban un discurso menos inscrito en la obediencia al régimen quedaron decepcionados.
Mo Yan —pseudónimo literario que significa ‘No hables’— mantuvo la boca cerrada, tal como en su rueda de prensa del jueves, donde había afirmado que la censura es tan necesaria como el control de seguridad en un aeropuerto. De negro estricto y con una sonrisa circunspecta —en la que, pese a todo, no costaba adivinar una satisfacción evidente—, el escritor reivindicó una clara separación entre el compromiso político y el genio literario. “Un novelista forma parte de la sociedad, por lo que es natural que tenga sus propias opiniones e ideas. Sin embargo, cuando está escribiendo debe ser justo”, sostuvo. “La literatura puede preocuparse por la política, pero situándose por encima de ella”.
Mo Yan prefirió formular un discurso emotivo y sensorial, tal como su propia literatura, en el que reivindicó lo vivido como principal motor creativo. “Las experiencias personales dotan la obra de su singularidad literaria”, dijo. Por lo escuchado ayer, las suyas se inscriben en el campo semántico de la indigencia material y afectiva. El escritor se describió como un niño “solo y desdichado”, criado por una familia inmersa en el “abismo oscuro de la desesperación”, que comía cortezas y carbón mientras forzaba la comunicación con seres que no podían corresponderle. “A veces le confiaba los secretos de mi corazón a un árbol”, reveló. Si es cierto, como sostiene Mo Yan, que sin una infancia difícil “no se puede ser un gran escritor”, su premio resulta más que merecido.
Por si lo anterior fuera poco, también se definió como poco agraciado físicamente. “Soy genéticamente feo desde que nací. Muchas personas de mi pueblo me gastaban bromas en mi cara”, aseguró, en un giro sorprendente.
Ante ese entorno sórdido y mezquino, marcado por la hambruna generalizada de los días de la Revolución Cultural, el autor rindió homenaje a una madre analfabeta de buen corazón, fallecida en 1994, que le enseñó los valores que realmente sirven en la vida. Y también al cuentacuentos que de vez en cuando pasaba por el pueblo. El adolescente Mo Yan no tardaría en imitarle, repitiendo sus historias —y añadiéndoles pasajes de cosecha propia— ante un público formado por las mujeres de su familia. Su obra literaria, según precisó, le debe tanto Gabriel García Márquez y William Faulkner como a ese cuentacuentos a quien su madre trataba de “charlatán y farsante”, antes de empezar a apreciar sus historias. “Soy un cuentacuentos. Me han dado el Premio Nobel por mis cuentos. En el futuro seguiré contando cuentos”, concluyó.
Pese a esta filiación con la tradición popular, en su bibliografía, digna del más esforzado estajanovista -80 volúmenes publicados en China en sólo tres décadas-, también figuran frescos históricos como La dura ley del karma, en la que recorre la historia de su país desde 1949, fecha de la toma de poder de Mao, sin eludir los capítulos más oscuros. En su narrativa breve también abundan los parias de los tiempos del Gran Salto Adelante, los descastados del mundo rural y los funcionarios corruptos, en una panorámica obnubilada por lo fantástico, lo alegórico y lo grotesco, pero sin duda más crítica que lo que su discurso de ayer dejó intuir.
“El mayor problema no era que tuviera miedo de enfrentarme a las oscuridades sociales y criticarlas, sino cómo controlar la pasión ardiente y la furia para no desviarme hacia la política ni alejarme de la literatura”, prefirió matizar ayer. “Si no hubiera sido por los grandes progresos y el desarrollo de la sociedad china durante estos treinta años, por la apertura y la reforma, no existiría un escritor como yo”. A mediados de octubre, tras hacerse público el premio, Mo Yan había afirmado: “Muchos de mis críticos no deben de haber leído mis libros. Si lo hubieran hecho, habrían entendido que fueron escritos bajo gran presión y me han expuesto a grandes riesgos”. Tal vez ayer prefirió no correr ninguno más.
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