Este año llegó a La Paz gran número de niños potosinos



Los visitantes del norte potosino desnudan una cruda realidad del área rural de Bolivia. La extrema pobreza y la explotación infantil no pueden ser disimuladas.
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Gambeteando huecos, charcos y, ahora, niños. La travesía del ciudadano entre la pasarela de la Pérez Velazco hasta el final de la calle Comercio, en días previos a la Navidad se hace morosa, porque a cada paso se encuentra con niños que cantan o bailan, vendedores de dulces y aquellos que simplemente piden una moneda. Se hace difícil pasar de largo y hacerse el indiferente.

Carlitos de apenas cuatro años tiene una mirada vivaz y pícara, en su “quechuallano” (mitad quechua y mitad castellano) asegura que llegó por primera vez a La Paz este año 2012.

“Ya mis hermanos habían venido en anteriores años, yo era wawita todavía, por eso me dejaron. Ahora ya puedo correr, hablar y también cantar zapateando, por eso llegué con mi mamá”, confiesa a EL DIARIO de manera distraída porque se le escapan otros parroquianos que podían regalarle una moneda, y hay que recompensarle.

Su rostro está casi con llagas producto de la resequedad, las manitos las tiene muy bronceadas por el sol y entre su vestimenta que está deteriorada por el polvo de la calle y la grasa que quedó del almuerzo, se nota el bordado artístico del norte potosino.

“Esta ropa ya no me gusta, quiero el uniforme del Tigre, eso no hay en mi pueblo”, afirma.

Abruptamente rompe la charla y corre al encuentro de una señora a la que sigue a izquierda y derecha, le toma de la chompa y al final logra que le dé una moneda.

Como Carlos existen otros pequeños más y son parte de los inmigrantes potosinos cuya costumbre es llegar a La Paz cada fin de año.

Este 2012, el número de visitantes se incrementó en una proporción de tres niños por cada adulto, aproximadamente.

María, una dulce niña de diez años, refleja ternura al momento de ofrecer un caramelo a los choferes de motorizados que esperan el cambio de semáforo.

“Por día gano diez bolivianos. Esta plata la ahorro para comprarme zapatitos y cuadernos; en mi pueblo no hay eso, no se puede comprar nada”, afirma, demostrando un ánimo de superación que no merece como respuesta el revés de la pobreza extrema.

“Los caballeros a veces no quieren chicle, nos dicen ‘no’ y también nos empujan. A mi hermanita le han hecho caer y casi le pisa el auto, nos hemos asustado, pero otras veces nos va bien porque nos compran hasta cinco bolivianos”, relata.

Entre limosnas, cantos y dulces los hijos de una mujer que pueden ser tres, cuatro o cinco llegan a juntar Bs 50 que van directamente a la bolsa de la madre, puede ser ésta adoptiva o natural.

Ella está ahí, quieta, sentada en la vía pública, esperando que los infantes le alcancen lo que consiguen. Tiene ojos de avidez, cuanta de rato en rato el dinero y mira con severidad a los niños. Quiere cada vez más.

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