Padece de falta de originalidad el indulto decretado y aprobado por la Asamblea Legislativa. En efecto, si Chile hace poco no habría legislado al respecto, tampoco contemplaríamos el actual indulto que, a manera de presente griego, nos devolvió un crecido número de compatriotas juzgados por narcotráfico.
Viendo la complejidad del decreto de indulto y que transcurrió poco tiempo entre el anuncio y su concreción, no es raro que se trate de una copia de la ley adoptada en Chile o en otro país, según viene ocurriendo con el aluvión de leyes que “a troche y moche” se promulga, cuyos proyectos debe agradecer el Órgano Legislativo al Ejecutivo, por causa de su falta de iniciativa propia. Actualmente la computación brinda muchas fuentes, aprovechadas inclusive para “enriquecer” nuestra legislación.
Los principios del buen derecho invariablemente definen el indulto como una medida de gracia o perdón, al paso que la amnistía -desde su origen gramatical- es un olvido. El primero se aplica a delitos comunes y la segunda beneficia a los políticos encausados penalmente. En consecuencia, nuestra economía constitucional ponía en manos del Presidente la facultad de indultar y la amnistía como una atribución del Legislativo. La razón es que en el Parlamento por su numerosa composición pueden surgir iniciativas de amnistía, inclusive por la oposición.
En la actual Constitución, como una muestra más de centralización del poder, tanto el indulto como la amnistía dependen del Presidente del Estado. No en vano el Vicepresidente advirtió a la Asamblea que simplemente debe “aceptar y punto” el decreto presidencial. Además hay otra incongruencia. El Órgano Ejecutivo reglamenta las leyes mediante decretos supremos y no a la inversa, como acaba de ocurrir.
El Decreto en cuestión dispone una serie de condiciones y gradaciones de indulto que lo complican en extremo hasta caer en el casuismo. Por principio, el perdón debe beneficiar a los reos con la mitad de su pena cumplida y no con respecto a un tercio o todavía menos de la condena, lo cual no puede menos que alentar la comisión de delitos por lo escaso del tiempo de reclusión, pese a que el Código Penal es casi permisivo en relación con la legislación comparada.
La población penal alcanza a poco más de 13.000 presos en todo el país, de los cuales algo más de 11.000 son detenidos preventivos. Los sentenciados se reducen a unos 2.000, por lo que el indulto descongestionará las cárceles, por mucho, alrededor de 300 a 400 reos. Este hecho demuestra que el nudo del problema no radica en medidas como la señalada, sino en agilitar la Justicia y luchar contra la retardación; en suma contar con mejores jueces. Por supuesto que es deber de una buena gestión de gobierno planificar y ejecutar la construcción de nuevas cárceles, pero que sean tales en seguridad y no defectuosas facilitando las fugas como ocurre con frecuencia.
La medida peca de parcial por no haber sido acompañada de una amnistía política. El Gobierno dice que no hay presos políticos sino procesados por delitos comunes. La realidad es otra y es que hay presos políticos que esperan cuatro años y más por un debido proceso, como manda la ley. Y es que como se oye hasta el cansancio en estos días, existe una tremenda injerencia del Órgano Ejecutivo sobre el Judicial, determinando que muchos detenidos hubieran sido condenados al limbo, es decir, en espera de que se les abra proceso.
Asimismo, hay varios compatriotas que optaron por el exilio o por el asilo en embajadas, situación que sólo puede remediar una amnistía. Creemos que todo boliviano tiene derecho a la libertad y a la tranquilidad, aunque no piense como quisiera el Gobierno.
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