Javier Cabedo Figueredo
El proceso de apertura de mercados facilita el intercambio de productos pero no logra favorecer la circulación de personas que emigran de un país a otro. En un mundo cada vez más globalizado todavía existen fronteras geográficas que controlan y restringen la entrada de personas. El reparto del territorio ha puesto límites a la tierra. La superficie del planeta ha dejado de ser de uso común. El derecho a decidir el lugar de residencia topa con los requisitos políticos que tiene cada Estado.
La sociedad muestra su rechazo en muchas ocasiones, y ve al extranjero como a un enemigo. La falta de integración de los que vienen y la hostilidad hacia el de fuera agravan esta separación. Los inmigrantes que a menudo sufren la necesidad de abandonar su hogar en busca oportunidades, están expuestos a un exceso de trámites burocráticos, de los que dependen su sanidad o su derecho a permanecer en el país. En palabras del escritor Stefan Zweig, “antes, el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte; de lo contrario no se le trata como a un hombre”.
Un ejemplo de esta situación es el caso de Carolina, una estudiante salvadoreña que residía en Madrid. Durante su estancia se sometió a una operación. Tras la intervención le cancelaron la tarjeta sanitaria. Días después, cuando acudió al hospital, le negaron la atención médica correspondiente al post-operatorio por no tener tarjeta sanitaria. Cuenta que cuando intentaba que la atendieran “me mandaban de una parte a otra. Me dijeron que no me iban atender porque ya no tenía ese derecho. Me quedé indefensa, no sabía qué hacer”.
La injusticia social nace del avance económico desequilibrado de los países que niegan el acceso a los que provienen de países sumidos en la pobreza. En lugares que fueron expoliados durante siglos por los europeos y ahora por los países de economías emergentes. Mientras se ocupan en reforzar las fronteras y en poner trabas al acceso de inmigrantes, no se tiene en cuenta el origen del problema: La situación socioeconómica de los países de donde proceden. Una medida útil para ayudar a frenar las necesidades de los emigrantes sería una mejora de las condiciones de vida en sus respectivos países de origen: promover un desarrollo endógeno, equilibrado, sostenible y global en sus propias áreas y en sus relaciones con otros países. Esto supondría una revisión radical en sus cultivos alternativos y propios de su clima, el intercambio comercial a precios justos así como la no imposición de monocultivos ni de trabas en el transporte.
Como afirma Juan Carlos Velasco, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, “es necesario abogar por un mundo en el que la apertura de fronteras sea la regla y no la excepción, la opción no es un mundo sin fronteras sino un mundo con fronteras más abiertas donde se luche contra las causas de la migración”. Ayudar a mejorar las condiciones del lugar del que provienen los inmigrantes podría resultar más eficiente como levantar murallas
El autor es periodista.
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