Eddy Tenorio Villegas
¿Para qué sirve la escuela como aparato educativo e institucionalizado? Las complejidades del sistema escolar nos hacen realizar esta reflexión, ya que la escuela continúa distanciándose de la realidad. La escuela sustituye al aprendizaje como medio de educación, esto significa que el niño deja de estar mezclado con los adultos y deja de conocer la vida directamente en contacto con ellos. Pese a muchas reticencias y retrasos se lo aísla de los adultos y se lo mantiene separado en una especie de cuarentena, antes de dejarlo en el mundo. Esta cuarentena es la escuela, el colegio. Comienza así un largo proceso de encierro de los niños, que no cesará de extenderse hasta nuestros días y que se llama escolarización.
Respecto al saber, el colegio se convierte en un lugar en el que se enseña y aprende un cúmulo de “banalidades” desconexionadas de la práctica, del mismo modo que, más tarde, la escuela y el “trabajo escolar” preceden y sustituyen al trabajo productivo. Esta fisura con la vida real favorecerá todo tipo de formalismos que se ponen de relieve no sólo en la importancia como los jesuitas conferían al aprendizaje y manipulación de las lenguas, especialmente del latín sino también en la repetición de ejercicios de urbanidad y buenas maneras.
Durkheim afirma muy acertadamente la importancia de esta desposesión: “cuando los colegios se fundaron, y desde entonces, los alumnos fueron tratados en ellos como colegiales y ya nunca más como estudiantes”. Señala con ello que se sienta las bases para una tutela y una infantilización que no ha dejado de agrandarse hasta nuestros días. El espacio escolar, rígidamente ordenado y reglamentado, tratará de inculcarles que el tiempo es oro y el trabajo disciplina y que para ser hombres y mujeres de principios y provecho, han de renunciar a sus hábitos de clase y, en el mejor de los casos, avergonzarse de pertenecer a ella. No se trata, como sucedía antes con la infancia distinguida de los colegios, o, en el mismo Siglo XIX, con la que asiste a las numerosas instituciones escolares privadas, de reforzar y afianzar el sentimiento del propio valor y los hábitos de clase.
De este modo cualquier tipo de resistencia colectiva o grupal queda descartada, y la clase se convierte en una pequeña república platónica en la que la minoría absoluta del sabio se impone sobre la mayoría inútil de los que son incapaces de regirse por sí mismos. Esta mayoría silenciosa y segmentada deberá reproducir el modelo de la sociedad burguesa compuesta por la suma de los individuos. A los métodos de individualización característicos de instituciones cerradas (cuarteles, fábricas, hospitales, cárceles y manicomios) y que constituyen la mejor arma de disuasión contra cualquier intento de réplica de los que soportan el peso del poder, emerge en el interior de la escuela, en el preciso momento de su institucionalización un dispositivo fundamental: el pupitre. La invención del pupitre frente al banco supone una distancia física y simbólica entre los alumnos de la clase y, por tanto, una victoria sobre la indisciplina. Este artefacto destinado al aislamiento, inmovilidad corporal, rigidez y máxima individualización permitirá la emergencia de técnicas complementarias destinadas a multiplicar la sumisión del alumno.
Entre ellas debe figurar ocupando un puesto de honor la psicología escolar. Esta ciencia se encargará de fabricar el mapa de la mente infantil para asegurar de forma definitiva la conquista de la infancia. A la colonización ejercida por la escuela de unos niños aprisionados en el pupitre se añade entonces una auténtica camisa de fuerza psicopedagógica que inaugura una neocolonización sin precedentes que no ha hecho sino comenzar.
El autor es docente de
ciencias sociales.
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