Por Reinaldo Spitaletta
El bombardeo comenzó a las tres y treinta de la tarde del 26 de abril de 1937. Era una flota de cuarenta y tres aviones, de la Legión Cóndor, alemana, comandada por el teniente coronel Wolfram von Richthofen. Un Heinkel-111 sobrevoló a Guernica con la misión de determinar el objetivo y orientar a la formación de ataque. El pretexto era la destrucción de un puente, situado en una encrucijada, en las afueras de la “ciudad santa” de los vascos, pero, en rigor, se trataba de un experimento nazi contra la población civil, tal como tiempo más tarde el mismo mariscal Göring lo reconocería: “La guerra civil española brindó una oportunidad para poner a prueba a mi joven fuerza aérea, así como para que mis hombres adquirieran experiencia”. Guernica se convertía entonces en el primer ensayo de la guerra total, con miras a la preparación y declaración de la Segunda Guerra Mundial.
En oleadas de pavor los aviones arrojaron bombas explosivas e incendiarias sobre el casco urbano, mientras los cazas Messerschmitt-109 ametrallaban a los que trataban de huir de la ciudad de siete mil habitantes. La resistencia era casi nula: no había defensas antiaéreas ni refugios apropiados; solo algunos milicianos republicanos disparaban inútilmente sus fusiles contra las naves alemanas. El ataque tenía la aquiescencia de los franquistas. A las dos horas de “fuego celestial” Guernica era puro humo y polvo y hollín. Y horror. A las siete y treinta, cuando dejaron de bombardear, las llamas iluminaban el ocaso de la pequeña villa. No se dio nunca una cifra oficial de muertos, aunque la más común dice que hubo mil seiscientos.
La prensa afecta a Franco difundió la versión de que habían sido las propias tropas de la II República las que destruyeron Guernica, pero ignoraba que había allí corresponsales extranjeros, como el sudafricano George Steer, que presenciaron la masacre y el apocalipsis ocasionados por los alemanes. Steer, que en algún momento tuvo que protegerse del ametrallamiento lanzándose a un cráter de los que forman las bombas, envió ese mismo día su crónica al Times de Londres. Cinco días después del acontecimiento de terror nazi-franquista, el Día Internacional de la Clase Obrera, el Primero de Mayo, Pablo Picasso comenzó a arrojar toda su cólera y su arte sobre un paño de ocho metros de largo por tres y medio de ancho.
Antes de que estuviera listo ese cuadro que es una magnífica expresión de protesta contra la barbarie, Picasso realizó unos 45 dibujos y bosquejos preliminares, en colores, en los cuales aparecen desde el comienzo los elementos clave que compondrían su obra: el toro, el caballo y la mujer. Ya había dicho también que él “siempre creía y creeré que los artistas que viven y trabajan según valo-res espirituales no pueden y no deberían permanecer indiferentes al conflicto en el que los altos valores de la humanidad y de la civilización están en juego”. Guer-nica comenzó por encargo. Se la solicitaron los republicanos para que represen-tara a España en la Exposición internacional de París y para que, con ella, el mundo no olvidara las injusticias ni los genocidios. Ni la brutalidad de los que destruyen a sus congéneres.
Desde los primeros bocetos, la talentosa Dora Maar, asociada y amante del artista, los fotografiaba: mujer, toro, ca-ballo, luz, guerrero en el suelo. El 8 de mayo, Picasso introdujo en su composición a la madre con el niño, y el 11 de mayo de 1937 comenzó a pintar sobre el lienzo definitivo. Y, claro, él sabía que la pintura no estaba hecha para la decoración de apartamentos o para satisfacer el gusto de algún ricachón. No. En este caso, como en otros, era un testimonio sobre la violencia, un símbolo de la desesperación y las angustias del hombre.
Uno puede imaginar al pintor buscando medios apropiados para decir todo eso que el cuadro dice (y lo que sugiere y comunica), deformando rostros, desmembrando cuerpos, poniendo la desesperanza a mirar al cielo, dándole a la escena un carácter de tragedia. Y si comenzó con colores, después Picasso se decidió por la ausencia de colores y seleccionó el blanco y negro, con gamas de grises, para mostrar el grito. Un grito, un aullido, que, antes, en España, ya habían dado poetas y escritores ante el desan-gre pavoroso de la guerra civil. Así lo cantaba, por ejemplo, Machado: “Ma-drid, Madrid; qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plo-mo en las entrañas”.
Y sobre el Guernica qué no se habrá dicho y escrito. Que el negro y el blanco evocan la muerte, que es la representación de la tristeza colectiva, que todo el conjunto es una consternación sin límites. Es el descuartizamiento del espíritu más que de los cuerpos, el dolor que nunca acaba. El resquebrajamiento de la condición humana. El 4 de junio ya Picasso había termi-nado su cuadro, “cuadro pacifista por an-tonomasia”, como lo han calificado, y ante el cual no se fila jamás la indiferen-cia. Cuentan que sus reproducciones de-coraban los cuartos de las casas de los demócratas, de los que, tras la derrota de la República, continuaron en su intimidad albergando las esperanzas del triunfo de la libertad sobre la represión. Y también se dice que los que ven el original por primera vez no pueden contener las lágri-mas ante esa composición que da cuenta de la crueldad humana.
Dicen también que el blanco y negro, que eleva el dramatismo, lo escogió Pica-sso para expresar con mayor solvencia la brutalidad. Y, además, para evocar, de un modo simbólico y más trascendental, las fotografías que en los días subsiguientes al bombardeo, aparecieron en diarios de Europa y Estados Unidos. Guernica, luz y sombra, una revelación de los sentimien-tos más inhumanos. Picasso estableció que el cuadro no debía volver a España hasta cuando hubiese otra vez una repú-blica, un gobierno democrático. Y por eso, permaneció en el Museo de Arte Moderno de Nueva York hasta 1981, cuando ya la dictadura franquista era apenas un mal recuerdo.
Guernica es, posiblemente, el testimo-nio artístico más elocuente del siglo más sangriento y devastador en la historia de la humanidad, que ahora, en el siglo XXI, parece andar hacia tinieblas más espe-luznantes.
ARGENPRESS.info
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