29 de enero de 1810
Hay quienes no valoran aún los alcances de la Revolución de 1809 en La Paz y su histórico protagonista, Pedro Domingo Murillo. Existen osados, entre hombres y mujeres, que pretenden bajar de su pedestal al protomártir y reemplazarlo con Túpac Katari y Bartolina Sisa. No sólo eso, tratan de cambiar el nombre de plaza Murillo por el “22 de enero”, y hasta modificar su escudo.
Los originarios que se levantaron en 1781 no tenían concepto de república independiente y soberana. El levantamiento de Julián Apaza (Túpac Katari) tuvo sólo carácter racista, político y el restablecimiento del incario en el Alto Perú y la defensa de su ayllu, y nada más. “Volveré y seremos millones”, ¿dónde y cuándo lo dijo? ¿Este dicho no es de Espartacus? En el instante de su descuartizamiento por cuatro caballos, no pronunció palabra. Sufrió ese feroz castigo sin quejidos, ni solicitar perdón a la soldadesca hispana, murió en su ley.
En la localidad de Peñas, Murillo fue designado para integrar la comisión encargada de capturar a los Quispe y otros dirigentes indígenas y también comisionado para restablecer las guardias que tenían bajo custodia la prisión de Túpac Katari. No habría que olvidar que con 40 mil indígenas Katari y Sisa en los dos cercos a La Paz con ahorcamientos, torturas y vejámenes hicieron gemir y padecer de hambre, sed por varios meses a la población, que para mitigar el hambre tuvo que comer perros, mulas, burros, gatos y a cocinar petacas de cuero.
Años después, el Cabildo conformado por todas las clases sociales, el 24 de julio de 1809 se instala con solemnidad y aprueba el Plan de Gobierno y se convierte en una asamblea denominada “Junta Representativa y Tuitiva de los Derechos del Pueblo”, la presidía Murillo que asume las funciones de gobierno y la capitanía general; fue nombrado coronel Comandante General de la Provincia y del Ejército Libertador. La primera Proclama de la Junta daba a conocer abiertamente los anhelos y propósitos de la revolución triunfante. Fue el documento más notable publicado hasta entonces, no sólo en el Alto Perú, sino en América entera.
Los revolucionarios ansiaban la libertad para los criollos, mestizos e indígenas convertidos en esclavos, oprimidos por cargas impositivas que tenían que tributar como impuestos, no obstante ello, no reconocieron ni apoyaron la revolución, fueron observadores de piedra. Oruro, Cochabamba y Cusco se hicieron a un lado, no obstante haberse comprometido, los paceños quedaron solos.
Aplastada la revolución, había pena y tristeza. Murillo prisionero prestó declaración el 19 de noviembre de 1809. José Manuel de Goyeneche, el sanguinario arequipeño, pronunció la tremenda sentencia el 26 de enero de 1810. La condena fue a la pena de horca. Llegó el fatal día del martirio y la crueldad, el 29 de enero de 1810, la plaza Mayor presentaba las horcas colocadas entre la capilla del Loreto. A las siete de la mañana el comandante Pío Tristán ordenó rodear el cuadro de la plaza con piquetes de infantería y caballería con doble guardia fuertemente armada. Goyeneche sin inmutarse con asombrosa frialdad presenciaba desde el balcón de su palacio la tremenda crueldad, el espectáculo macabro.
El pueblo contemplaba enmudecido e impotente las escenas de terror y horros que utilizaban los españoles con los líderes que iban en columna hacia el cadalso. Murillo, a horas ocho y treinta al subir el primer escalón se irguió altivo, echó atrás la capucha de la misericordia, levantando el brazo en alto y con voz firme pronunció estas proféticas palabras: “La tea que dejo encendida nadie la podrá apagar”.
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