Por Germán Arciniegas
Roma (ALA).- Visto el valle de Aniene desde la caverna donde San Benedicto de Norcia edificó su monasterio, es tan tupida la verdura en las vertientes y son tan cristalinas las aguas que se piensa: Aquí nunca ha venido el hombre. Benedicto con San Francisco de Asis eran geniales para descubrir los rincones más bellos del mundo. El último y no más pequeño de sus milagros ha consistido en que esos rincones siguen tan virgenes como en aquellos tiempos. Lo cual no quiere decir que hasta los más crudos emperadores antes que los santos, no hubieran descubierto esos y otros sitios, para construir suntuosas villas y pasar horas que no fueron precisamente edificantes.
De joven, Nerón llegaría a ese lugar del valle del Aniene, y lo encontraría ideal para el reposo y el placer. Al ser emperador decidió construir allí una villa. Lo primero, la dicha de las aguas. De los nueve acueductos que llevaban agua a Roma, cuatro se surtían del Aniene. Entonces, Nerón hizo construir tres diques para hacer tres lagos. Como se sabe, de su inquebrantable deseo de pasar a la historia como el primer urbanista de aquellos siglos. No ahorraba nada para llevar a cabo esta clase de proyectos: ni desvelos de los ingenieros, ni trabajo de los esclavos. No sin mucho esfuerzo y preocupaciones quedaron hechos los tres lagos. Una escala de espejos gigantescos. Su palacio se alzó al nivel del primer lago, Sublaqueum: Villa neroniana sublaquensis, de donde deriva el nombre de Subiaco. . . Sobre el primer lago también hizo construir un puente de mármoles riquísimos.
No alcanza a nuestra modesta imaginación reconstruir lo que fueron las villas de los césares. De la de Dimiciano, cuyos principales edifi-cios se alzaban donde hoy son los jardines del Papa en Castel Gandolfo, se dice que ocupaba catorce kilómetros cuadrados. La de Adriano, cerca de Tivoli, sesenta acres.
“Las torres que despreció al aire fueron –a su gran pesadumbre se rindieron. . .” No quedó nada con los siglos. Dentro de esa nada. Los arqueólogos han destapado porciones mínimas que nos asombran. Sólo de la de Nerón, cuyas dimensiones no eran menores, apenas quedan unos cimientos miserables de lo que fue el palacio a la orilla del último lago.
El bellísimo Efebo griego (del siglo IV a. C.), en mármol dorado, ha venido a parar en el museo de las Termas de Roma, lo mismo que la cabeza de Ariana dormida. Dos columnas de unos mármoles de colores embrujados forman parte de la abadía. . . El resto son muros derrumbados, piedras y ladrillos y más ladrillos. Nada se sabe de los teatros ni de las galerías para el verano y el invierno, nada de los baños y salas de banquete. . . Como si todo se lo hu-bieran devorado las llamas en la casa del Señor de los Incendios.
Sin embargo, algo ha sobrevivido, sí, como todo lo de Italia: en chismes e historias de la historia. Cuenta Paolo Carosi: “En el año 60, mientras Nerón presidía el banquete. . . un rayo cayó sobre los manjares y partió la mesa del comedor (como dice Tácito), y así, según la antiquísima leyenda, el rayo dio en la taza de oro que Nerón llevaba a los labios. . .”
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