Punto aparte
II
Esta es la hora de hablar francamente al país sobre la única posibilidad que tiene de acceder al mar, con soberanía. Aceptar la condición que plantea Chile, de cederle un territorio equivalente al que le permitiría a Bolivia volver a la costa del océano Pacífico.
Si se examina y razona con claridad, más allá de los sentimientos patrióticos o prejuicios, no hay punto de comparación entre una y otra opción.
Retornar a la costa del océano Pacífico no sólo será una referencia geopolítica, sino que Bolivia tendrá a su disposición el mundo entero, tanto para facilitar su comercio internacional, como para bajar los costos del transporte de las exportaciones e importaciones.
Es también necesario poner de manifiesto que Bolivia ha tenido, en su vida independiente, canjes territoriales con el propio Chile, al igual que con Argentina, Perú y Brasil. Es decir, con todos sus vecinos territoriales lo hizo. Incluso, en la Guerra con Paraguay, se tranzó para restablecer la paz y conservar así parte del Chaco.
Tampoco tiene punto de comparación el ceder una parte del territorio patrio a cambio del mar. Bolivia posee un territorio muy amplio y diverso, en el que pueden caber 100 millones de habitantes, según los entendidos en la materia. En tanto, apenas cuenta con poco más de 10 millones, como habría establecido el censo de 2012.
La mayor parte del territorio nacional no se lo aprovecha adecuadamente, como para considerar que, con la cesión de una pequeña parte de él a Chile, se estaría perdiendo algo indispensable o vital para satisfacer las necesidades del país.
El canje con Chile tampoco reduciría la extensión territorial de Bolivia, porque al obtener una imprescindible costa marítima, mantendrá su espacio geográfico en igual dimensión.
La otra forma de reivindicar la salida al mar es la fuerza, la misma fórmula con la que Chile le arrebató la condición de ser un país marítimo. Es decir, contar con un poder militar mayor al que tiene el país vecino.
Los bolivianos, por idiosincrasia, son pacifistas. Pero no sólo concurre ello, sino que la capacidad armada con que cuenta, al presente y desde siempre, salvo en el gobierno del mariscal Andrés de Santa Cruz, es muy modesta; por tanto, insolvente para recuperar por las armas el territorio usurpado. ¿Por qué ahora y no antes optaríamos por el diálogo directo con Chile? Sencillamente, porque el fallo que emita el Tribunal Internacional de Justicia, al que acudió el gobierno actual, no le obligará a Chile a devolver a Bolivia siquiera parte del que fue su territorio.
De ser favorable al país, la sentencia de aquel Tribunal lo único que hará es recomendar a Chile que negocie con Bolivia su salida al mar. Con ello, aceptaría la demanda oficial del país puesta a su consideración.
El pronunciamiento en este sentido puede demorar dos años, en el mejor de los casos, pero también es posible que se extienda por más tiempo, debido a que esa instancia judicial tiene muchos otras causas que resolver. O sea que no es cuestión de su voluntad.
Una vez que los bolivianos hagan la compulsa suficiente, poniendo por delante la conveniencia práctica y no seguir anteponiendo inconsistentes sentimientos cívicos, porque hasta ahora no condujeron a nada real, tendrán que llegar al convencimiento de que es mejor restablecer el diálogo con Chile y no esperar, para lo mismo, el fallo jurídico.
La factibilidad del diálogo directo e inmediato con Chile depende de que Bolivia deje sin efecto la demanda interpuesta en La Haya. En el supuesto de que la negociación directa con Chile no prospere, en materia y tiempo, Bolivia podría replantearla. Nada le impediría.
En caso de que el diálogo con Chile sea fructífero, mediante el canje territorial con el Corredor al norte de Arica, lo que faltará es negociar con Perú la utilización de las aguas territoriales que ahora son suyas, por el reciente fallo del Tribunal de La Haya.
Aparte, los tres países tendrían que declarar internacional la carretera Panamericana, que atravesará el Corredor, de modo que Perú y Chile mantengan el contacto físico que exige el primero. Al menos, esta fue la preocupación de Perú en la fallida negociación de Charaña, de 1985-88.
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