Nicómedes Sejas
No es posible pensar en la realidad sin el supuesto de la noción de cambio. Todo lo que existe cambia; no existe otra manera de existir. Pero donde el sentido común constata con mayor evidencia el cambio es en los hechos. No es posible concebir ni percibir los hechos fuera del cambio; se puede afirmar que tales hechos sólo existen como hechos cambiantes.
Cada parcela del conocimiento humano tiene su concepto de cambio. Hawking afirma que “las teorías de la gravedad de Newton y Einstein llevaron a la conclusión de que el universo no podía ser estático, sino que tenía que estar expandiéndose o contrayéndose”. La afirmación precedente sugiere que las teorías cosmológicas también están en constante cambio, en este caso, desarrollando nuevas explicaciones acerca del universo en procura de establecer el estado del universo.
Hay sin embargo cierta ambigüedad en la noción de cambio, de modo que es posible aplicarla en diversos sentidos. En general, lo que cambia no sólo deja de ser lo que es, sino también puede ser su contrario.
En las ciencias sociales en las que aparecen menos rigideces legaliformes se han dado las mayores licencias en su intento por explicar los cambios sociales. Es esto lo que viene aconteciendo con la teoría revolucionaria del cambio. Así como tuvo una seducción duradera en nuestro medio no es fácil desembarazarse tras su descrédito, no sólo discursivamente, sino también en su postrer intento por aplicar sus premisas prácticas desde el poder.
El concepto de cambio puesto en el discurso de los propagandistas del poder oficial de la actual coyuntura se ha convertido en el atributo exclusivo del partido en el poder y sus actos como los únicos de verdadero cambio. Hay una especie de exclusividad de que el cambio parece ser una cualidad intrínseca de los actos gubernamentales de la presente coyuntura.
Pero el sentido propagandístico de cambio del discurso oficial ni es inmune a su accidente cíclico ni es motivo de duradero optimismo, sobre todo si tenemos en cuenta que ha sido del todo casual que el ascenso del MAS al poder haya coincidido con el alza de precios de las materias primas en el mercado internacional. En realidad, los altos precios de las materias primas en el mercado internacional no son más que el resultado de la relación entre el mundo global capitalista, donde las economías emergentes demandan materias primas en cantidades y precios inusuales, y los países subdesarrollados, como el nuestro, se han convertido en proveedores para satisfacer aquella demanda. Por de pronto, estamos aún viviendo los beneficios del alza de los precios internacionales, motivo de optimismo gubernamental, porque los recursos frescos que fluyen a las arcas del Estado, se los puede atribuir al éxito de su administración gubernamental sin necesidad de mayores explicaciones.
El primer subproducto de esta aparente bonanza también tiene efectos económicos particulares: acentúa la estructura de nuestra economía de enclave y nuestra dependencia del mercado internacional de materias primas, posterga la urgencia de la industrialización de otros sectores más dinámicos para generar empleo productivo, y en vez de ampliar el mercado laboral productivo empuja a la mano de obra a las actividades económicas de subsistencia o peor aún, deficitarias (los denominados informales). Por otra parte, el centralismo gubernamental ha distorsionado la política de inversiones, convirtiéndola en un instrumento político realizado mediante programas improvisados de administración directa de proyectos (planta separadora, teleférico, compras de equipamiento naviero, etc.), cuando no destinando recursos al consumo.
Definitivamente, los recursos provenientes de los altos precios de las materias primas se los ha desaprovechado para sentar las bases de una política de crecimiento sostenible y de diversificación de nuestro aparato productivo. El 80% de la población económicamente activa está en el sector denominado “informal”. Los vendedores de ropa usada, según recientes datos, importan hoy 200% más que hace cinco años.
El segundo subproducto de la aparente bonanza es invisibilizar la crisis que ha generado en el régimen democrático boliviano. Aquel aparente éxito da licencia para sacrificar la democracia como sistema de toma de decisiones (deterioro de la democracia participativa) y como sistema de formación del poder constituyente (sistema electoral de los representantes populares); tampoco es poco que los bonos sustituyan una política distributiva, con el efecto clientelar sobre el comportamiento de un electorado vulnerable, que por ser mayoría terminará favoreciendo las pretensiones del oficialismo de reproducir el poder por el poder.
La vieja forma de hacer política parece haberse remozado generacionalmente, administrando su mandato popular con cierta mística mesiánica que no admite disidencia interna ni opositores externos: la verdad simplemente se acata, en nombre del cambio revolucionario.
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