Una escuela muy extraña

Por Antonio Prada Fortoul (Desde Cartagena de Indias, Colombia).


Santa Ana es un poblado ubicado en un antiguo asentamiento de nativos Caribe y de cimarrones africanos de la isla de Barú, muy cerca a Cartagena de Indias. En ese bello lugar se radicaron muchos haitianos que acompañaron a Simón Bolívar en sus luchas libertarias. Sus habitantes se dedican a la pesca artesanal, a cultivos de pan coger y sembrar cocos en extensos plantíos para surtir los mercados costeros del Caribe.

En el caserío no había escuela. Los jóvenes caminaban largos trayectos hasta Barú, donde estaba el colegio de enseñanza primaria.

Los pobladores enviaban a las niñas donde Modesta Macott, una matrona isleña de ancestros haitianos, que adiestraba a las jóvenes en asuntos domésticos y les enseñaba a leer y escribir “sin tanto perendengue” como ella mis-ma decía.

Ofelia Barrios era viuda, su esposo había fallecido tres años atrás.

Esta hermosa joven tenía la antropometría de la mujer Bantú, largas y torneadas piernas, cabello pasurín tipo bosquimano, nalgas redondas y altas, cintura estrecha y rostro hermoso de belleza serena y reposada como gacela en celo.

Su esposo Carlos Alberto, pereció en los bajos cuando recogía una nasa del fondo del arrecife, allí fue atacado por un escualo que lo devoró completamente.

Solo encontraron en el lugar su brazo destrozado el cual no se atrevieron a sacar del agua y decidieron dejarlo en ese rocoso fondo para que descansara en paz.

Desde ese día los pescadores de la isla después de su faena diaria, dejaban en la puerta de la viuda, suficientes peces para esa familia desamparada.

Carlitos el mayor, estudiaba primaria en el colegio de Barú y regresaba de clases muy entrada la tarde. Astrid su hija menor de once años, permanecía en la casa ayudando en los quehaceres domésticos.

Ofelia decidió enviar a su hija donde Modesta para que la enseñara a leer y las cosas que debía aprender a su edad. Después de arreglarla, se dirigió a casa de la matrona que vivía retirada del pueblo y muy cerca de la espesura.

Al llegar donde moraba la anciana, esta le brindó café y se sentaron a hablar mientras la niña jugaba con las amigas que recibían formación en ese sitio.

A partir de ese día Astrid partía puntualmente a recibir instrucción y siempre regresaba a su casa muy entrada la tarde con sus amigas del poblado y que como ella, “aprendían las cosas de la vida” y las primeras letras donde la anciana.

Ofelia observó positivos cambios en el temperamento de su hija, estaba alegre y era ostensible su felicidad.

El primer año donde la sabia anciana, transcurrió en medio de juegos y cantos. La capa-cidad de aprendizaje demostrada en la primera etapa de su adiestramiento la tenía asombrada. Solo le preocupaba la extraña costumbre de su hija que se sentaba hasta muy entrada la noche bajo un árbol de tamarindo, a sostener conversaciones con seres llamados Eggunque solo ella veía y con los que se reía a carcajadas.

También la inquietaba que en noches plenilúnicas, se internaba con varias amigas en la espesura. Cuando trataba de evitarlo, una fuer-za sobrenatural y ciclónica la sujetaba a la cama; todo esfuerzo que hiciera para levantar-se era vano, un profundo sopor la invadía que-dando totalmente dormida.

El comportamiento de su hija y algunos cambios en ella intrigaron a Ofelia.

Cuando Astrid estaba en el patio se le posaban las aves en el brazo, bajaba cocos sin subir los arqueados y ásperos troncos, cuando re-gresaba del mar, traía una sarta de peces vivos aleteando agonizantes en busca de aguas salvadoras. Llevaba a casa nacarados caracoles de los cantiles sin moverse de la orilla, nadaba al lado de tiburones que respetaban sus reto-zos en el mar sin atacarla.

Una oscura noche de Abril salió su hija en dirección a la playa con varias amigas. Ofelia no pudo levantarse de la cama a pesar del es-fuerzo que realizó y como siempre fue vencida por el sueño; a pesar de eso pudo levantarse antes que sus hijos se fueran a clases; sorpren-dida miró la repisa colmada de ovaladas latas de sardinas, carne de reno y amarillado queso cubierto con parafina roja; sobre la mesa repo-saban dos frascos de mermelada y un pote de mantequilla elaborada con la leche cremosa de las vacas escandinavas.

Al preguntar quien había traído esas latas y conservas que estaban en la mesa, contestó Astrid: “Lo traje anoche desde Dinamarca con mis amigas”.

Como Ofelia no sabía de qué se trataba, guardó silencio y decidió ir a casa de Modesta para que precisara algunas cosas en cuanto al comportamiento de Astrid.

Al finalizar sus oficios domésticos, se dirigió a la casa de la anciana para averiguar que sucedía.

Al llegar donde la risueña matrona, esta la invitó a sentarse en un taburete con fondo y espaldar de cuero al lado de la puerta. Después de una animada charla en la que trataron diferentes cosas del pueblo, manifestó estar preo-cupada por su hija y los cambios experimen-tados durante ese tiempo, le dijo además que quería saber que le enseñaban, que en tan poco tiempo había cambiado tanto.

La anciana después de escucharla pacientemente, dijo que con ella aprendían a leer, escri-bir y las operaciones matemáticas básicas. Les enseñaba a cocinar la dieta isleña, pescados, mariscos y secretos conyugales del arte de los encantos que iban a ser de mucha utilidad y hacerlas felices cuando “se salieran”.

Además les enseñaban a manejar un hogar y edificar su familia.

Todas estas cosas aprenden aquí las niñas dijo la sabia anciana a Ofelia sobre las activi-dades de su hija. Te comunico, que Astrid ha adelantado mucho.

Su dedicación ha sido ejemplar, ha de-mostrado una gran inteligencia y este año que-dará capacitada para afrontar las exigencias de la vida”.

Vamos hasta ese claro donde están ellas para que veas por ti misma, el adelanto que ha tenido en estos tres años de aprendizaje.

Entusiasmada por lo que decía la anciana, la acompañó al sitio indicado donde retozaban siete niñas incluyendo la suya.

Astrid al verla la abrazó tiernamente es-trechando su rostro sobre el pecho oloroso a humo y leña silvestre de su madre.

La anciana llamó a las niñas y estas ante un gesto de la anciana, hicieron un círculo en el medio del cual quedó Astrid.

Cuando estuvo en medio de esa rueda humana, la añosa mujer dijo a la muchacha que mostrara a su madre lo aprendido durante el tiempo en esa casa.

La niña asumiendo una actitud de absoluta contemplación, dijo alegre a Ofelia: “Mami: La señora Modesta me enseñó a convertirme en pato, pronunciando un Mantram de cavernosa entonación y una acompasada gestualidad, se transformó en un pato color amarillo profundo, el cual empezó a girar entusiasmado y jugue-tón, alrededor de la asombrada progenitora.

Luego se transformó en un negro doberman de ladrido potente y grueso, se convirtió en un inmenso gato siamés de mirada amenazadora, posteriormente en un enorme gavilán pollero desplazándose por los aires, se convirtió luego en una burra de color caoba y por último, ha-ciendo gala de una agilidad inusual, se montó en un frondoso árbol de guácimo y desde una de sus robustas ramas, se lanzó al vacío pla-neando con mucha soltura por los aires y después de una graciosa cabriola, descendió hasta el sitio donde se encontraba Ofelia y le dijo sonriente: ¡Mami eso es todo!

La madre completamente anonadada, sor-prendida y extasiada por lo que estaba aconte-ciendo con su hija, se limitó a decir resignada-mente: ¡Caramba... que vaina!

Al disponerse a regresar, una cabra extre-madamente blanca emitiendo un sonoro balido la acompañaba por el pedregoso sendero que de la espesura conducía a su ilé, (casa).

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