Fútbol y literatura

(con referencias a Pasolini y Borges)


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Por Reinaldo Spitaletta

Qué tiempos estos en que hablar de árboles (o de troncos) se puede constituir en un crimen. Pero no hay remedio. Voy a ha-blar de fútbol y literatura. El mejor fútbol, ese que aún no está contaminado por las mafias y las transnacionales, es aquel que se juega (¿se juega todavía?) en los po-treros, en el barrio, en las mangas donde la imaginación es todavía la reina, o la loca de la casa. Como en El sueño del pibe, un tango futbolero.

Es en esos territorios del asombro que suda donde aún se practica “la lealtad hu-mana al aire libre” -la frase es de Gramsci-, y donde la fraternidad y la solidaridad aún no han sido feriadas. La literatura tiene te-mas eternos: la soledad, las incertidum-bres ante el mundo, la muerte, el amor, la guerra… Es el canto (alegre, elegíaco, mis-terioso, compungido…) a la condición hu-mana. A sus debilidades y miserias.

El fútbol, siendo como es una especie de religión universal (o de estupefaciente, di-cen otros), todavía no alcanza a dar obras maestras en novela. Uno pudiera decir que en algunas, como Megafón o la guerra, de Leopoldo Marechal, hay escenas futbole-ras, un estadio donde juegan el superclá-sico argentino Boca-River. No es, sin em-bargo, una novela de fútbol. Aunque el co-lombiano Andrés Salcedo escribió una: El día en que el fútbol murió.

En cuento, en cambio, sí hay verdaderas joyas, dignas de estar en cualquier antolo-gía del género. No voy a hacer un inútil ca-tálogo de supermercado. Se me ocurre mencionar tal vez al mejor narrador en estas lides. Osvaldo Soriano, cuya más lograda novela -para mi gusto- no es de fút-bol sino de boxeo (Cuarteles de invierno), nos dejó una muestra preciosa de su arte como escritor de cuentos de fútbol.

Quién que es amante del fútbol no se es-tremece, por ejemplo, con la lectura de El penal más largo del mundo, o con ese hu-mor letal de Gallardo Pérez, referí, y con Maradona sí, Galtieri no, un cuento am-bientado en Las Malvinas en momentos en que el astro está marcando dos goles históricos, el de la mano de Dios y el mejor hasta hoy en los mundiales, precisamente contra Inglaterra.

Ese gol, que causó conmoción planeta-ria, hubiera dejado sin aliento al gran Pier Paolo Pasolini, que muchos años antes, cuando declaró que “el goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”, escribió que el sueño de cada juga-dor es partir de la mitad del campo, gam-betearlos a todos y marcar el gol. Pero esa cosa sublime nunca sucede. Es un sueño. Lástima que el escritor, poeta y cineasta italiano no haya visto tal obra maestra de la estrella argentina. Su asesinato en 1975 se lo impidió.

En el libro El fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano, quizá el mejor escrito que allí aparece -qué pena con el maestro uruguayo- es el de Soriano, titulado Gol de Di Filippo, una reconstrucción de un golazo del delantero del San Lorenzo, en un su-permercado donde antes quedó el estadio del equipo de Almagro.

En Colombia, donde con certeza se han escrito muchos cuentos de fútbol, hay uno muy conmovedor en Los cuentos de Jua-na, de Álvaro Cepeda Samudio, pero el de mayor factura literaria, creo, es el titulado Gol olímpico, de Óscar Castro, que narra un partido de calle en el barrio Manchester, de Bello.

Durante mucho tiempo, el fútbol no fue asunto de intelectuales. Se había decreta-do, sin razón, una especie de dicotomía barbarie-civilización, en la cual, desde lue-go, el fútbol estaba en la primera categoría. Ya de él, de ese deporte de multitudes, habían denostado, entre otros, Rudyard Kipling. Y más tarde, el admirado Borges había producido, con su distinguido humor negro, una tempestad en Buenos Aires. Para él era una de las “maneras del tedio”, una cosa insulsa de ingleses, un juego sin estética. Una estupidez. Sus artes provo-cadoras lo llevaron a programar su confe-rencia La inmortalidad el día y la hora que Argentina jugó su primer partido del Mun-dial de 1978. En los Cuentos de Bustos Domeq, que Borges escribió con su amigo Bioy Casares, hay uno en el que el fútbol tiene presencia. Se llama Esse est percipi (“ser es ser percibido”).

Bueno, en asuntos de escritura futbo-lística les ha ido mejor a los poetas. Miguel Hernández con su Elegía al guardameta, en honor a Lolo, aquel portero trágico de Orihuela que se mató al golpearse contra un vertical. Y Rafael Alberti con su sentida oda al arquero húngaro Franz Platko, del Barcelona.

Pero el más bello poema a un futbolista lo escribió Vinicius de Moraes, nada menos que a Manuel Dos Santos, Garrincha: El ángel de las piernas tuertas. Claro que no le fue mal a Horacio Ferrer, poeta urugua-yo, autor de célebres letras de tango (Balada para un loco, Chiquilín de Bachín, etc.) con su muy histriónica Balada para Pelé, el fenomenal negro que era “medio Marçeau, medio Chaplin”.

Horacio Quiroga, también uruguayo, ma-estro del cuento en América y una de las vidas más trágicas de la literatura, escribió Suicidio en la cancha, basado en el caso real de un futbolista del Nacional de Mon-tevideo que una noche se mató de un tiro en la mitad del campo de juego.

Y aunque Albert Camus no escribió rela-tos sobre este deporte, así haya reminis-cencias en La Caída y La Peste, dejó una bella página, Lo que le debo al fútbol, en la que dice, entre tantas cosas, que lo que más sabía acerca de moral y de las obliga-ciones de los hombres se lo debía al fútbol. Eran tiempos en que ese deporte no esta-ba atravesado por los intereses monetarios de corporaciones y otros capos.

“La inteligencia en movimiento”, que de-cía André Maurois para referirse al fútbol, ha inspirado a escritores como Cela, Ver-dú, Sábato, Roa Bastos, Juan Villoro, Be-nedetti, y al sufrido hincha de Rosario Cen-tral, el gran Fontanarrosa, entre otros. El fútbol sigue causando locura en el orbe y dejando ganancias a granel a los verda-deros dueños del balón. Pero este es otro cuento, no tan imaginativo.

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